diciembre 20, 2005

A propósito de una lectura de Borges, por Martín Figueroa (parte I)


“Pero ningún libro, aunque se pretenda está solo en este mundo, y la lectura de cualquier libro lleva a la búsqueda de su autor y a la memoria que éste arrastra de otros libros y de otros autores. La literatura es un gran espejismo donde los muchos autores y los muchos libros terminan por ser un solo texto sin autor. En esta instancia de escritura anónima y plural el lector sería el verdadero y único autor.”
Juan Luis Martínez.

Este trabajo consistirá en plantear una hipótesis de lectura de “El espejo y la máscara”[1]. Esto nos llevará a hacer una lectura del texto a la luz de ciertos tópicos, de ciertos problemas u obsesiones que se repiten una y otra vez en la obra de Borges. Nuestro motivo es precisamente reconocer lo que en estos signos resulte una clave que legitime una lectura de Borges, la que nos permita ir tematizando o abriendo campo a un problema sobre la escritura. Como veremos, este problema no será distinto del de la lectura. Leer ha sido durante mucho tiempo la operación de un llevar y traer de un lugar a otro un sentido. Pero, ¿qué es en el campo de la lectura un sentido? Por años, el sentido de un texto se ha remitido al autor, el leer consistía en captar ese sentido de lo que el autor ha querido decir en su obra[2].
Sin embargo, podemos decir, que a partir del siglo XIX y sobre todo del XX, se ha experimentado un cambio con respecto a las nociones de autor, obra y texto; nociones éstas que forman parte de las cuestiones de la escritura y la lectura. Borges ha sido consciente de este cambio que ha introducido un nuevo personaje con un papel cada vez más protagónico: el lector.
Con la aparición de este nuevo personaje, el campo de la literatura, o para decirlo de manera más amplia, el campo de las letras se ha enriquecido, se ha renovado; ante el imperio arbitrario del autor, se ha erigido ahora el lector, que es quien desde ahora le da el sentido al texto. Esto ha hecho que la misma escritura tome en cuenta este cambio, esta ruptura. Se crea entonces una escritura que es pensada desde el plano de la lectura, donde el protagonista es el lector.
Por otro lado, este cambio ha impulsado la idea de que la escritura está subordinada a la lectura, se escribe porque se ha leído; la escritura es según Borges, deudora de la lectura. En la escritura se cuela inconscientemente lo leído, pero esto, lejos de ser obstáculo o un déficit, lejos de ser una limitación, se torna una posibilidad vasta y rica, la de poder contar la misma historia de distintos modos. Se trata de la escritura como combinación de elementos previamente establecidos o convenidos; de la posibilidad infinita e inagotable de contar la misma historia a través de una nueva versión. O para decirlo con una frase que Borges admiraba, es la posibilidad de que una sola historia sea “todo para todos”.
Esta misma idea se aplica a la metáfora, Borges concluye que no hay invención de nuevas metáforas, sino que se realiza una variación y repetición de las ya existentes y establecidas[3] (en otro lugar[4] se nos dice lo mismo en relación a la fábula). Más adelante deberemos retomar la cuestión de la metáfora. Mientras, vayamos al texto que elegimos.

Lenguaje y muerte

“Imponer a otras fábulas, invocación por invocación, (...) el curso y la configuración de la Ilíada, fue el máximo propósito de los poetas durante veinte siglos.”
J. L Borges


“ ...porque escribí
y hacerlo significa trabajar con la muerte
codo a codo, robarle unos cuantos secretos.”
Enrique Lihn

Nuestro texto se inicia con el diálogo entre un rey que ha salido victorioso de una batalla y un poeta, a quien el rey le encarga que narre, que testimonie esa batalla; esta relación entre batalla y poesía no es casual, muchos textos o poemas épicos tienen su origen en la narración o en el recuerdo de una batalla, o tal vez sea que en un primer momento la literatura ha convenido como tema el de una batalla. El antecedente más claro de ello es La Ilíada. En todo caso la referencia es aquí La Eneida. “Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio”, le propone el rey al poeta. Lo interesante de esto es que el encargo no precisa una originalidad, más bien pasa por ser el equivalente, una nueva versión de una obra ya existente, de una obra que le antecede.
La interrogante que aquí podemos plantear es esta: ¿qué significa hacer la narración de una batalla? ¿No nos da la impresión acaso, que en un comienzo el principal objeto de la literatura ha debido ser el de contar una batalla? La clave nos la da el rey al comienzo del texto: “-Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras”, y más adelante, cuando le pregunta al poeta: “¿Te crees capaz de acometer esa empresa que nos hará inmortales a los dos?” Según la primera frase que citamos, la palabra serviría para que ciertos actos no caigan en el olvido: a través de la escritura se puede mantener presente lo que ya ha ocurrido, o sea el pasado. Pero, por otro lado, también significa que la escritura le confiere un nuevo valor a los actos que ella refiere. Por medio de la escritura o de la palabra estos actos perduran, de ello por ejemplo dan cuenta los mitos. En la segunda frase citada se relaciona a la escritura con la muerte, con la posteridad y la inmortalidad; se trata de hacer perdurar a través del tiempo al autor y al héroe de la obra. Sin embargo, la inmortalidad del autor y del héroe dependen solamente del futuro de la obra, o sea de sus lectores. Para ello es preciso una obra a la que época tras época distintas generaciones se arrojen casi religiosamente, manteniendo así la vigencia del texto y del autor. Una obra que de este modo se perpetúa es lo que se ha llamado un clásico. No cualquier obra deviene clásica, pues esto no depende de su autor, es solamente el lector el responsable del destino del texto. El destino del texto hará que éste se reproduzca constantemente[5]. O bien que caiga oportunamente en el olvido. De cualquier modo, la suerte de un texto es incierta. El rey es consciente de ello y más todavía lo es el poeta, que luego del encargo le responde a su rey que sólo una cosa ignora: “la de agradecer el don que me haces”. Nos da la impresión que ya desde este momento el poeta se da perfectamente cuenta de la magnitud y la complejidad de la tarea que ha aceptado, se da cuenta de lo que implica ese don, ese regalo. No sólo ha aceptado honrar a su rey con el encargo que éste le ha pedido, ha aceptado hacerse cargo de su propio destino, es decir de su destino como escritor; aquel será el costo y el fin de su tarea.
La relación entre lenguaje y muerte es antigua, baste sólo un antecedente que no es ajeno a Borges, Las mil y una noches. Nuestra lectura se deslizará bajo el supuesto que guía ese texto. Sheherezáde relata sus historias al rey para retrasar o para conjurar su muerte, se trata de hablar para no morir, pues durante lo que dura el relato la muerte se halla suspendida, alejada. Mientras haya algo que decir, una historia que contar, o en este caso un encargo que cumplir, la muerte no se presentará, no interrumpirá el relato, más bien lo alimentará. Llegado a este punto, la muerte es tematizada al interior del relato. Escribir será entonces un precursar la muerte, pero para conjurarla, para retrasarla; a su vez la vida consistirá en hablar, en contar una historia que sólo concluye cuando llega la muerte. De este modo la vida vendría a ser algo así como un sueño en el que se lleva a cabo una representación, una fábula, de la que el autor también es personaje. En la ficción de Borges esta tesis se confirma aunque tiene otro final: cuando el poeta llega por tercera vez con el encargo que se le ha pedido, el rey le hace entrega de un último regalo: una daga con la que se da muerte al salir del palacio. No es para nada casual, que ese último poema sólo conste de una línea, es esa economía del poema la que sellará la suerte del poeta.
En este momento se vuelve necesario interpretar cuál es el significado de los regalos, y que son los que le dan título a la historia; sólo tratando de dilucidar el significado de estos regalos, podremos llegar a analizar la historia y su desenlace. Vayamos entonces al texto.

El sentido de los regalos


Luego de la batalla en la que ha salido victorioso, el rey le pide a un poeta que narre esa victoria, la finalidad de ese encargo es grabar en la memoria de las generaciones posteriores ese triunfo, el rey quiere que lo recuerden, quiere hacerse inmortal él y su hazaña con la ayuda de un poema que quedará para la posteridad. La recompensa, para el poeta, si logra con éxito esta empresa, es que él también conseguirá la inmortalidad. Cumplido el plazo fijado para la entrega de la obra, el poeta se presenta ante el rey muy confiado de haber logrado su tarea; después de la presentación que el poeta hace de su obra viene la respuesta del rey:

“-Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción y a cada sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia aliteración de los metros. Si se perdiera toda la literatura de Irlanda –omen absit– podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir doce veces.”

Hasta ahí todo parece bien, sin embargo el rey continúa:

“-Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más aprisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso su pecho a los vikings. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación toma este espejo que es de plata.”

A través del comentario expresado por el rey, podemos ver cómo es concebida la poesía en una cultura pre-moderna; el poeta se ha servido de las metáforas que ya existían y que pertenecen a los “primeros poetas”, esos que conforman su tradición y que el rey considera clásicos. Esto nos confirmará la tesis de la escritura, en este caso de la poesía, como combinación de metáforas ya existentes; es también la combinación de ciertos artificios, fórmulas o temas, o simplemente la repetición y el cruce constante de unas cuantas metáforas, de unas cuantas historias. En el pasaje que hemos citado hay dos ejemplos de metáforas que Borges repite una y otra vez a lo largo de su obra: “La guerra es el hermoso tejido de hombres” y “el agua de la espada es la sangre”. Estas dos metáforas Borges las ha sacado de una tradición de la poesía islandesa conocida como las kenningar[6]. Las kenningar son metáforas que aprovechan el juego de palabras compuestas, de lo que resulta la imposibilidad de su traducción; son metáforas que adquieren muchas veces una sorprendente economía de la palabra. Una sola metáfora, un verso o una sola palabra son la conjunción de varias palabras. Lo que nos interesa de ellas es que con su ayuda puede verse el proceso de desarrollo del Borges autor. La relación que guardaba con ellas nos lo señala. Por un lado las critica debido a su primitivismo o simpleza: “Las kenningar se quedan en sofismas, en ejercicios embusteros y lánguidos”. Por otro lado goza con ellas: “El ultraísta muerto cuyo fantasma todavía sigue siempre habitándome goza con estos juegos”. A través de las kenningar, y particularmente de la metáfora, podemos ver la evolución, el recorrido que lo ha llevado a convertirse en autor, su devenir-autor. En un primer momento su acercamiento a las vanguardias estéticas que proponían la innovación en poesía. El Borges de esa época pensaba que la poesía consistía en la invención de nuevas metáforas, después dirá que en realidad no existen más que cuatro o cinco metáforas, pero que cada una de ellas ofrece infinitas versiones o variaciones. La relación con las kenningar es interesante porque es la relación de Borges consigo mismo, con su devenir-escritor y con su obra; eso queda expuesto en esta suerte de confesión: “el ultraísta muerto cuyo fantasma todavía sigue siempre habitándome...” Borges nos confiesa aquí algo así como un pecado de juventud, una cierta ligereza o candor por la que se ha dejado llevar; casi diríamos, se avergüenza a la vez que se emociona con su pasado literario [7].
Otro dato que desde el comentario del rey nos permite afirmar que estamos frente a una época pre-moderna, es la aparición de lo que consideramos la todavía vigente creencia en la mitología, la que es avalada en esta frase: “El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir”. Un comentario como éste sólo puede corresponder a una época temprana, en la que las creencias populares se hallan bien arraigadas. La escritura es asociada en él a la lectura de signos naturales, se trata de un arte adivinatorio que interpreta en el entorno que le rodea la voz de los dioses: “el mar tiene su dios”, su propio dios, lo que nos habla de un politeísmo originario. En esta época, la escritura es una ciencia de lo oculto, como la alquimia y la hechicería, su propósito es establecer una relación entre los dioses y los mortales. Por último el rey dice que ese poema resguarda y contiene toda la poesía de Irlanda, y que si su literatura se perdiera bastaría ese poema para reconstruirla. Esto nos señala en qué medida el poema es deudor de las tradiciones que anteceden al poeta. Es claro que si se puede prescindir de toda la literatura de un país, a merced de un solo poeta, la obra de éste debe contener todo aquello anterior a él, debe ser un resumen o un compendio de todo lo escrito con anterioridad.
Luego de la aprobación de la obra, el rey le hace al poeta una reconvención; si bien el poema ha cumplido con éxito lo propuesto, el rey se siente algo insatisfecho, el poema no ha producido lo que él esperaba, que la gente se emocionara, se conmocionara; que la sola lectura del poema fuese una invitación a la batalla. El rey premia al poeta con un espejo de plata, sin embargo le ordena que dentro de un año le presente otro poema.

Notas:
[1] En J.L. Borges, El libro de Arena, Obras Completas, T. III, EMECÉ, Editores, 1996.
[2] Cf. R. Barthes, El susurro del lenguaje, Paidós Comunicación, 1994, pág. 36.
[3] Cf. J.L. Borges, “La Metáfora”, en Historia de la eternidad, Obras Completas, T. I, EMECÉ Editores, 1996.
[4] Cf. J.L. Borges, “La doctrina de los ciclos”, en El oro de los tigres, Obras Completas, T. II. EMECÉ, Editores, 1996.
[5] Hay distintos modos de que un texto se mantenga vigente y se multiplique: traducciones, citas, referencias, etc., no hacen más que invocar y convocar, la presencia ausente del texto original.
[6] Cf. J.L. Borges, “Las kenningar”, en Historia de la eternidad, op. cit.
[7] Esta situación queda magistralmente expuesta en “El otro”, en El libro de arena, op. cit. Allí se narra el encuentro a orillas de un río entre dos Borges: aquel que fue en su juventud y otro Borges maduro.

A propósito de una lectura de Borges, por Martín Figueroa (parte II)

I

“Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!
Hacedla florecer en el poema.”

Vicente Huidobro


Cuando el plazo nuevamente se cumple, el poeta llega ante el rey con una nueva obra, que es menos extensa que la anterior. Lo curioso es que el poeta no siente la seguridad que sentía en la otra ocasión, ahora se halla dudoso de su texto, como si él mismo no entendiese lo que escribió. Esta vez el poema ya no describe la batalla, sino que es la batalla misma. Ya no se trata aquí de la poesía como la continuación de una receta probada, sino que ahora se trata de desplazar, de superar y producir un desvío con respecto a la tradición. Toda referencia a la tradición es desde ahora encubierta. El autor, construyendo su obra ha llegado a un punto en que toma distancia de otros autores, oculta sus fuentes pues ahora mantiene una relación polémica con la tradición, no se acomoda a ella, la combate y se aleja. En el nuevo poema que el poeta lee, no hay imágenes conocidas, ni tampoco metáforas ya existentes; no hay relación con la tradición poética anterior, como dijimos antes, se trata de un desvío de ella. No se respetan ya las reglas mínimas de la gramática poética: “Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las normas comunes”. “Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían.”
El rey queda conforme con la nueva oda, le parecerá no sólo que es mejor a la anterior, sino que valora justamente ese desvío de la tradición. Ambos, poeta y rey, dan paso a otra época, son parte de un relato que da cuenta de la profesionalización de la escritura, la cual viene a introducir aquí la clausura de una época pre-moderna:

“Esta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros pero sí los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra más alta.”

El premio esta vez consistirá en una máscara de oro. Notamos que la historia se repite, nuevamente le es encomendado al poeta que escriba otra obra que supere a la anterior, una obra que sea mayor. El plazo nuevamente es de un año, y al cabo de éste, el poeta se vuelve a presentar ante el rey con una nueva oda. El primer dato que nos llama la atención, es que el rey casi no reconoce al poeta, parecía otro, algo había cambiado en su mirada, parecía ciego o como si sus ojos miraran un horizonte muy lejano. Ya no tenía la seguridad de la primera ocasión, y en menor medida de la segunda. El rey le pregunta si es que acaso no ha escrito el poema, el poeta le contesta que sí, aunque su respuesta nos sorprende por lo enigmática:

“-Sí –dijo tristemente el poeta- Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.”

Es tan grande la consternación del poeta que no se atreve a pronunciar su oda, el rey le concede el valor que necesita. Esta vez la economía es máxima: el poema consta de una sola frase; ni poeta ni rey se atreven a pronunciarla en voz alta, los dos -se diría- gozan dolorosamente con este nuevo poema. El rey enumera todas las cosas maravillosas que ha podido presenciar en su condición de rey, todas esas cosas no tienen comparación con el poema, que de un modo misterioso también las encierra [1] . El rey le pide al poeta le revele la forma en que logró escribir el poema, el poeta responde:

“-En el alba me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras eran un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.”

El rey concluye:

“-El que ahora compartimos los dos. El haber conocido la Belleza que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.”

El regalo, como ya lo adelantamos, es una daga con la que el poeta se da muerte al salir del palacio; del rey, lo último que sabemos es que se hizo mendigo y que recorre los pueblos de una Irlanda que fue su reino, y que nunca se ha atrevido a repetir el poema.
La tesis que sostiene esta lectura es que la muerte del poeta es necesaria desde el momento que el poeta no tiene más nada que decir. Su lenguaje, su habla se ha agotado, se ha reducido a la más mínima expresión; cuando ha logrado llegar a esa economía de la palabra no tiene más nada que hacer en este mundo y debe morir. La tarea que le ha sido encomendada tiene un precio muy alto para el poeta, pero también para el rey. Después de escuchar el último poema, el rey no volverá a ser el mismo, pues nunca más podrá apreciar una belleza superior a la del poema; ya no puede haber riqueza que le sea equivalente. Todo lo que el rey recuerda haber visto o vivido se halla al interior del poema, es capturado por él, luego de eso el rey no puede hacer nada. Su vida, su riqueza, su historia, todo ha quedado preso en el poema y lo paradójico es que ese poema sólo consta de una frase.
Podemos preguntarnos aquí: ¿qué es aquello que el texto denomina Belleza? ¿Por qué es un don vedado a los hombres? ¿Qué consecuencias tiene aventurarse sobre un terreno que está vedado a los hombres? Si reemplazamos la palabra Belleza, por esta otra palabra, Universo, damos con una clave que nos permite interpretar el texto a la luz de otro de los temas reconocibles en Borges. Afirmamos aquí, que lo que el último texto del poeta revela o muestra –más bien lo que este último poema contiene- no es otra cosa que el Universo. Ese Libro que es el Universo y que pertenece a la creación de un Dios y por tanto debe permanecer oculto y prohibido a los mortales. El poeta debe morir ya no sólo porque haya agotado su palabra, sino porque es imposible seguir viviendo después de contemplar aquello que no está permitido. La escritura se sitúa así entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo humano, pero ante todo entre la vida y la muerte. Necesidad de la muerte, necesidad de arrojarse a ella para sobrevivirle; la posteridad de un autor dependerá de su muerte. Más, adelante lo veremos. La situación en la que quedan poeta y rey es similar a la de otros personajes borgeanos. Ireneo Funes [2] por ejemplo está condenado a recordar cada hecho que ha vivido o sobre el que ha leído; cada hecho ocurrido en la historia es registrado por su memoria. Su memoria es como un libro que se escribe permanentemente, infinitamente. Ese libro no es sino repetición. Es el universo; todo lo que en el universo ha sucedido, sucede o sucederá queda registrado en este libro que es la memoria de Funes. La existencia de este personaje es limitada en la medida que su tarea es ilimitada. Si uno no es capaz de olvidar cualquier hecho, aunque éste en realidad carezca de importancia, está condenado a arrastrarlo por una eternidad, al igual que Sísifo, en el mito griego arrastraba sin fin una gran piedra por la colina.
La cuestión es esta, se trata siempre de hacer expiar las culpas al héroe. El precio es alto para quien se aproxima demasiado cerca de lo prohibido. La morada de los dioses, pero también su destino, su inmortalidad son un lugar vedado a los mortales, para éstos permanece oculto el orden de la creación de las cosas, el Universo. Si lo divino es ajeno y oculto a los mortales, entonces el Universo, que es creación de los dioses (varios o uno), permanece inexpugnable y lo que es aún peor, es incomprensible para los hombres. El universo es aquello que para el hombre no tiene explicación; el hombre forma parte del universo pero en ningún caso esto quiere decir que lo conozca, que lo comprenda.
El tema del universo no lo abordaremos aquí, señalemos sin embargo que ese tema se ha deslizado por debajo de nuestro texto. El infinito, lo ilimitado, la posibilidad de que de que una sola cosa sea “todo para todos”.

Notas:
[1] Esta lógica de la captura es muy común y recurrente dentro de la literatura. Está presente por ejemplo en el cuento de Edgar Allan Poe “El retrato oval”; en la novela de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray, así como en otro relato de Borges, que resulta muy interesante para nuestro propósito: “Parábola del palacio” en El Hacedor, Obras Completas, T.II, EMECÉ Editores, 1996. Lo interesante de esa historia es que constituye lo que podríamos decir es otra versión de la historia que ahora nos ocupa. Se repiten allí, el rey, el poeta y la muerte.
[2] Cf. J.L. Borges, “Funes el memorioso”, en Ficciones, Obras Completas, T. I, EMECÉ, Editores, 1996.

A propósito de una lectura de Borges, por Martín Figueroa (parte III)

II

“Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.”
J. L. Borges

Nos queda todavía por dilucidar el significado de los dos regalos anteriores, el espejo y la máscara. La recompensa al primer poema es un espejo de plata; la imagen del espejo es uno de los temas favoritos de Borges, y tiene relación con el doble, con el desdoblarse, esto es con la reproducción del lenguaje. Por otra parte el espejo es metáfora de la memoria. Tendremos que leer en los regalos del rey la respuesta y el comentario sobre las obras del poeta. A través del espejo —que bien podría representar la memoria del poeta— vemos reflejada la imagen del poeta; fácilmente podemos hacernos una idea de nuestro personaje: es un escritor joven e inexperto aún, al que las ganas y el ansia le juegan malas pasadas y lo hacen tropezar en una verborrea de excesos retóricos, como notamos al comienzo del relato, cuando el poeta acepta el reto:

“Durante doce inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla.”

Antes leímos a partir del comentario del rey, ahora nos toca aventurarnos en la arbitrariedad de la metáfora, no preguntándonos qué ha querido decir con ellas el autor, sino qué pueden decirnos a nosotros. Con la ayuda del espejo podemos llevar a cabo una fisonomía literaria o mental del personaje, aunque esto ya lo hicimos con el comentario del rey; leeremos en la metáfora de los regalos su significado en relación con la obra que comenta. En el espejo el poeta puede verse como sujeto literario, puede desdoblarse en lector de sí mismo, lo que implica reconocer la influencia de los autores que ha leído. El espejo es entonces metáfora de la memoria del poeta, de la memoria del poeta en tanto lector. En esta primera oda el poeta ha repetido, por olvido o admiración, imágenes y metáforas que ya habían sido creadas; él las reproduce como si le pertenecieran, como si él mismo las hubiese inventado. El rey se da cuenta de ello, pero lejos de reprochárselo lo toma como un mérito, como un logro. Esto puede estar relacionado con un efecto de “memoria falsa”[1], que hace que lo leído caiga en el olvido. Escribir es de algún modo olvidar aquello que se ha leído, pues escritura y lectura se entrelazan, produciendo una doble captación que hace remitir la una a la otra; se escribe porque se ha leído, pero para seguir leyendo debemos olvidar lo leído, es en la lectura donde mejor notamos la efectividad de la capacidad de olvido de la que habla Nietzsche en la Genealogía de la moral. El olvido es una fuerza inercial que archiva, digiere y almacena la información, en este caso la lectura; si el escritor es como piensan Borges y Nietzsche antes que todo lector, no resultará extraño que a la hora de la escritura repita despreocupada o inconscientemente aquello que ha leído.
Aparte del espejo que da al poeta, el rey da la orden para que treinta escribas transcriban doce veces la obra. Esto nos parece un juego, un divertimento, que hace recordar a la cábala en el modo de asociar el significado de la obra en concordancia con una cifra numérica. Las 360 copias de la obra representan la circunferencia, la perfección, la divinidad. Pero lo que quisiéramos recalcar es la presencia del escriba. Nada más preciso que este dato para comprobar que estamos frente a una época antigua. El escriba es un personaje que pertenece a una época pasada, es un personaje extinto, pues pertenece a los comienzos de la escritura, cuando esta es relegada a un lugar secundario. La aparición de tal personaje en el contexto de esta fábula nos habla de una época en que la escritura, pensada en su sentido más pobre, como simple inscripción, es algo degradado. El escriba no es un escritor sino un mero copista, un artesano que domina cierta tekné, pero que en ningún caso es independiente.
El segundo regalo como sabemos es una máscara de oro. La máscara tiene como fin ocultar el rostro, tras ella se oculta la procedencia, la identidad. La máscara es la posibilidad de ser otro. Lo que permite que el poeta se desvíe de una tradición con la que antes se identificaba, le permite ir más allá de sí mismo y encontrarse con “lo otro”. La máscara representa aquí la metáfora que designa un segundo momento en el que se produce este desvío, el autor pretende ahora con su texto diferenciarse, tomar distancia de aquella tradición de la que participaba. Se trata ahora del devenir-otro de la escritura; lo importante no es sólo que el poeta rompa con una tradición, lo verdaderamente significativo es que rompe consigo mismo, esto es consigo como autor y por tanto con su propia obra. El poeta marca aquí un tránsito en el que se dirige por un nuevo camino que se aleja de lo establecido, su obra es ahora una exploración, es una búsqueda de algo todavía insospechado, incierto, ya que la suerte de una obra y su autor dependen tan sólo del paso del tiempo. El relato es ahora un viaje. La máscara representa lo desconocido, la novedad. Al menos así podemos leerlo en otra de sus ficciones que aquí nos resultará de particular interés. Pero dejémosla para más adelante. Digamos por último que la máscara bien puede ser la posibilidad de elegir una voz desde la cual se habla, se escribe, la máscara representa en cierto sentido el “color local”, tan presente en la literatura, es la posibilidad de un ser otro del que la escritura se alimenta y se reproduce. La máscara le permite a la escritura ir hacia lo otro, o hallar lo otro dentro de sí mismo. La máscara, una metáfora para referir la alteridad que en una nueva época recorre a la escritura.
Por otro lado resulta interesante observar lo que quizás sea un presunto origen de la máscara: la Grecia antigua y la tradición teatral. No olvidemos que el actor (hipócrita) se vale de una máscara para realizar su interpretación; la máscara es el elemento que dentro de la representación lleva a engaño, si se puede decir así, pues el efecto que produce es el ser la apariencia de algo. Inevitablemente la máscara cabe en el juego de la representación, del teatro.
Esta vez la orden del rey ya no es reproducir la obra, sino por el contrario mantener oculta dentro de un cofre de marfil la única copia. La razón de ese acto es que la obra no es para todos, sino para unos pocos: “No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos”. (Lo que aquí queremos afirmar es que esto es consecuencia de una profesionalización de la escritura que se produce en la época moderna. Esta profesionalización ha producido cambios al interior mismo del concepto de escritura, se trata de una evolución que nos conduce entre otras cosas al nacimiento de la literatura. Cuando hablamos de un cambio en el concepto de escritura queremos dar cuenta de la reelaboración de dicho concepto, es esta reelaboración del concepto lo que denominamos la profesionalización de la escritura.)
Nos queda por interpretar el último y más significativo de los regalos, la daga. ¿Qué otra cosa que la muerte puede representarnos una daga? ¿Tal vez una pluma? Nuestra lectura se ha desplegado a través de esta relación entre escritura y muerte. O más bien hemos estado escribiendo a partir de la muerte. Lo que nos proponemos resulta evidente: la última obra el poeta la escribe sobre sí mismo. Darse muerte es escribir su propia historia, su devenir, su destino, o también escribirse a sí mismo por medio de la muerte. Esta es la clave: morir para entrar en la inmortalidad. Para volverse inmortal, un autor tiene que sobrevivir a su propia muerte, tiene que contar su muerte, escribiéndola sobre su propio cuerpo. Aquí no hay voz sólo un hecho que ocurre, que se cuenta o se escribe a sí mismo en el libro de la Historia. El mundo y la historia del mundo que se escriben en el Libro de los acontecimientos. El universo como libro que registra todo lo que ha sucedido, sucede y sucederá, nos topamos con otro de los temas recurrentes en Borges.

III

Lo que este trabajo ha hecho ha sido dar cuenta de la evolución de la poesía a través de las tres entregas que el poeta le hace al rey. En la primera, la poesía es concebida en su relación con la tradición existente; se trata de repetir temas, imágenes y metáforas ya ocupadas. El poeta sigue siendo con su obra parte de una tradición con la cual se siente identificado y a la cual permanece fiel. En este caso se trata de la poesía como continuidad, como repetición de lo ya dicho; lo que aquí afirmamos es que esa obra –o el modo de concebir la creación poética o literaria- pertenece a una época pre-moderna de la literatura. En esta etapa no se intenta innovar en el lenguaje, pues se produce una cierta comodidad o complicidad con él. Más bien se trata de perseverar en ciertos modos, en ciertas formas ya probadas, como por ejemplo la reelaboración de un mito o de una historia original. La escritura con la que nos encontramos está cargada de imágenes y referencias a otras obras. En la voz del autor podemos reconocer las voces de los autores que le preceden y que conforman su tradición, su familia literaria. Todas estas voces que un autor ha leído y que admira confluyen en su propia voz, la constituyen. La paráfrasis, el escribir “al modo de” es un elemento muy frecuente en esta época.
No es para nada casual, cuando hablamos de una época pre-moderna, que el poema que le es presentado al rey, el poeta no lo lea, sino que lo repite en voz alta y de memoria. No debemos olvidar que en sus comienzos la poesía ha debido ser parte de una tradición popular y oral. La primera poesía es narrada, va de boca en boca y de oído en oído; conexión de una sola voz con muchos oídos. La poesía de esta época es como el mito o la fábula, un acontecimiento que forma parte de la vida cotidiana. La lectura en esta época no se ha consolidado.
Con la segunda entrega se produce un quiebre. Esta vez no aparece la tradición; ahora la relación con ella es conflictiva, se trata de negarla, de superarla y ocultarla. El autor de esta época no pretende serle fiel, lo que le interesa es romper sus lazos con ella. Tomar esta distancia implica tomar distancia de lo establecido, en este caso preciso significa un tomar distancia con respecto a un lenguaje “oficial”; lo que marca el tránsito de una época a otra. El indicio más claro de la profesionalización de la escritura es esa ruptura con lo establecido, el desvío en este caso es violento, pues se ha producido un corte. Si en una época antigua la escritura era obra del azar y la inspiración, si el lenguaje era –como en Homero- un don de los dioses a los mortales para que éstos canten sus desdichas, en la modernidad, de manera radical, el autor se hace cargo de su destino[2].
Notas:
[1] Para lo relacionado con este efecto de “memoria falsa” producido por la lectura, remito al texto de Carlos Pérez V. “El eterno retorno de Homero”. Este texto en todo caso hace referencia a un texto de Ricardo Piglia de donde es tomada esta idea de la “memoria falsa”. Este efecto de la “memoria falsa” es para Piglia un efecto provocado por la lectura. El autor reproduce o repite lo leído.
[2] Cf. J.L. Borges, “Flaubert y su destino ejemplar”, en "Discusión", Obras Completas, T. I. EMECÉ Editores, 1996.

Reseñas: El factor Borges, de Alan Pauls, y Parábola reversa, de Miguel Vicuña

Alan Pauls. El factor Borges. Barcelona: Editorial Anagrama, 2004.


Del escritor argentino Alan Pauls, El factor Borges es un texto de todo punto de vista notable, desde el aspecto formal —una pluma ágil, que en muchas de sus páginas consta de dos textos: la voz original del ensayo, el texto básico, y una serie de notas que Pauls va desprendiendo del texto madre y que la mayor parte de las veces lo supera con una tremenda potencia—; hasta la detallada información que entrega, que va desde el análisis literario de la ‘obra visible’ (la escrita) a la obra ‘no visible’ (la hablada: una serie de grabaciones, entrevistas, conversaciones, etc.), no dejando de lado, cuando el relato lo requiere, las anécdotas biográficas, que dan cuenta de un modo de ser escritor. Aquí, precisamente, es donde apreciamos la relación con el padre, su mentor intelectual, el profesor que le ilustra de un modo singular, lúdico, o si se quiere "literario", los grandes problemas de la filosofía clásica a los que Borges recurre una y otra vez; su deuda con él, que se traduce en que Borges siente el deber de ser el escritor que su padre no pudo ser, de lo que podemos suponer la figura del padre como la del lector privilegiado al que se dirige toda la obra del hijo.
La presencia de la madre, no menos decisiva, es también revisada. Borges descubre que ha sido su madre quién secretamente ha impulsado y velado por su carrera literaria. Vemos también la difícil relación con la escena literaria argentina, las acusaciones estéticas, políticas o de autoría con que el medio ataca a un Borges que ha dejado de lado cualquier intento de vanguardia, de pretensión de originalidad. Si el ensayo se ocupa de cuestiones biográficas es porque éstas resultan imprescindibles dentro del análisis de una obra de la que el mismo Borges es un personaje. Este libro se ocupa de exponer la operación borgeana de lectura/escritura, el método de construcción de su obra, las ideas y supuestos, los modelos que rigen la lógica con que Borges hace literatura y cómo la concibe. Todo esto leído en una clave delictiva pero que no busca condenarlo. Borges como un tipo de autor que gusta de la impostura, de la fraudulencia, un escritor parásito que chupa la sangre de los clásicos para alimentar la tinta con que escribe, o directamente un plagiario. Acusaciones, todas éstas, de las que podríamos decir que Borges se sentiría orgulloso.
Este libro de Pauls ocupa un lugar privilegiado dentro de los libros sobre Borges, pues aunque es un pequeño ensayo de no más de 160 páginas, es completísimo y se hace cargo de los aspectos esenciales del Borges lector y escritor. Después de su lectura se vuelve a confirmar la importancia y el valor que tiene la obra borgeana para el pensamiento y la literatura universal.

Martín Figueroa R.


Miguel Vicuña Navarro. Parábola reversa. Santiago: Editorial Semejanza, 2004.

Tras dieciocho años de silencio poético, Miguel Vicuña Navarro vuelve al ruedo con Parábola reversa, un poemario que –al igual que sus obras anteriores, Levadura del azar (1980) y Lengua de Cordero con piel de Oveja (1986)- se sustenta principalmente en el trabajo del autor sobre la palabra, a través de un tratamiento del lenguaje que busca extraer de éste las más diversas y profundas sonoridades y cadencias rítmicas, y en la reflexión permanente en torno al mismo trabajo poético, pero construyendo una versión de la metapoesía en que la palabra-signo dialoga de manera constante con el sentido existencial del texto, no necesariamente tematizando este sentido, sino simplemente plasmándolo en toda su contradicción y autocuestionamiento.
Como señala el poeta Waldo Rojas en el postfacio de Parábola reversa, “Un rasgo permanente en la poesía de Vicuña ha sido el de una particular maestría en el manejo de la textura fónica de su lenguaje. El juego de sonoridades y de ritmos, una andadura hecha de aliteraciones y de respiraciones, de armonías y de inarmonías de controlada fluidez que, junto con ciertos motivos y recurrencias temáticas, contribuyen a personificar lo que, siguiendo en ello a Barthes, se podría estimar como un ‘estilo’ (...).”.
Siguiendo todavía a Rojas, podemos afirmar que en Parábola reversa –como incluso lo indica su título- es permanente “el tópico del revertimiento de la poesía sobre sí misma, de su ‘reversión’, en el sentido (...), de volver algo a su estado de origen, o alguien sobre sus propios pasos.”, reversión que se expresa también a través de una intertextualidad de permanente guiño a las obras y lenguas clásicas, con las que gran parte de los textos que conforman este poemario establecen una conexión más profunda que la pura y simple cita, y que más bien se ubica en el plano del sentido de los textos que en la literalidad explícita.
La palabra es, entonces, la centralidad de esta obra de Vicuña; la palabra poética e, incluso, la palabra en su incapacidad de ser articulada, en su imposibilidad de ser expresada, como sucede en “Breve diálogo filosófico entre el poeta y su dentista”, uno de los textos centrales de este libro, en el que a los elementos anteriores se agrega un humor ácido y en buena medida autocorrosivo, nota que se repite en no pocos textos a lo largo del poemario, como “Advertencia” y “Habitantes del planeta”.
Autor de oficio, Vicuña realiza una entrega sólida a través de Parábola reversa, en que la palabra ejerce el control absoluto –en presencia y ausencia, sentido y forma- de la escena, llegando en momentos casi al límite de lo obsesivo; la palabra, el decir, la boca, la lengua, el habla, esos son los materiales de esta Parábola –¿o será acaso parole?- reversa, vuelta sobre sí misma y limitada en su expresión, pero al mismo tiempo expulsada en mil direcciones distintas, fracturado el significado del significante para, más tarde, volver a ser fundidos por arte y magia del poeta.
Tras dieciocho años, este libro de Miguel Vicuña no defrauda en lo absoluto, y se inscribe en una línea de continuidad con su trabajo anterior; continuidad que, lamentablemente, incluye la discontinua entrega de sus textos, dispersos en el calendario y necesariamente con cierto carácter de compilación a la hora de ser editados, seguramente por el dilatado espacio de tiempo que Vicuña ha ido dejando entre libro y libro.

C.B.

La efectiva crisis de una racionalidad: acerca de dos filmes expresionistas, por Sergio Montecinos F. (parte I)

“Las zonas socialmente críticas de las obras de arte son aquellas que causan dolor, allí donde su expresión, históricamente determinada, hace que salga a luz la falsedad de un estado social. ”
Th. Adorno



Para poder percibir la densidad que comporta el espíritu expresionista (1905-1960) es necesario aproximarnos a lo que podríamos entender como los fundamentos de la realidad contra la cuál éste se revela, sólo en esta medida lograremos considerar a estos dos grandes filmes ya no simplemente como miembros importantes de una vanguardia (o incluso escuela) estética determinada, sino, más bien, como una especie de escritura infinita, en donde podemos leer, a través de diversas claves, uno de los grandes conflictos propios de la condición humana, a saber, la compleja relación entre poder, deseo y opresión.

Ideal moderno, sociedad y catástrofe
En uno de sus textos de “divulgación”, Kant considera que “la ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad (…) Esta incapacidad —aclara— es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia, sino de decisión y valor para servirse de ella sin la tutela de otro.”[1] La modernidad, desde esta máxima kantiana, puede ser considerada como aquella época en la que el ser humano busca la liberación de aquellas grandes cadenas que en épocas precedentes lo determinaban, es decir, de ordenes sociales cuyo fundamento se sostenía en un principio sacro-trascendente a las propias decisiones de una comunidad que, sin poder cuestionarlos, ciegamente obedecía. El protagonista de esta liberación es el principio racional de autonomía, la capacidad misma de la racionalidad de otorgarse su propia legislación y, por lo tanto, también de establecer un orden basado en sus principios de justicia, igualdad y libertad. En este sentido, podemos entender a la Modernidad como una época de racionalización no sólo del individuo como partícula inconexa, sino también como una época en donde tanto las instituciones que ligaban a las sociedades, como también la naturaleza en donde habitaban, eran sometidas a una legislación racional. Esta confianza en la racionalización del planeta tierra, del individuo y de sus instituciones políticas forjó en la humanidad una visión progresista del sentido de la historia; tanto el movimiento de los individuos en particular como el de los estados en general avanzaban hacia el cumplimiento de los grandes ideales de la razón: la reconciliación del genero humano con sí mismo y con su medio. Por otro lado, esta fe en el progreso de la humanidad —esta confianza en que el desarrollo de la racionalidad llevaría a las instituciones establecer regimenes pacíficos y justos— se vio tanto más asegurada cuanto mayor eran los avances de la racionalidad científica en terrenos como la salud, la técnica, la economía o la industria; en este sentido, podemos advertir cómo la segunda revolución industrial (1870-1914) tuvo una enorme significación simbólica —y no sólo simbólica— para el fortalecimiento de este imaginario… pero en ocasiones el ensueño se desvanece cuando todo el elemento simbólico tropieza con lo real. Ni el orden de la razón ni su ideología del progreso resultaron lo suficientemente efectivos para enceguecer a un sector de la humanidad que veía en el desarrollo industrial (y sus síntomas reprimidos como la denigración de la condición humana propia del automatismo) no un elemento que presagiaba las bondades de un orden uniformante en vísperas de la consumación de su desarrollo histórico sino, más bien, una siniestra maquina que agotaba toda reserva de reflexividad y encaminaba a los miembros de la humanidad hacia la contraposición tanto entre semejantes como entre individuos con su sí mismo. Esta conflictiva contraposición entre la voluntad humana y un orden maquínico que la trasciende (a pesar de haber sido su propio producto) tiene su primer gran estallido en el desastre de la primera guerra mundial (1914-1918), en donde millares de seres humanos fueron obligados a enfrentarse con sus semejantes por una serie de ineptitudes, ambiciones y orgullos diplomáticos provenientes de las racionales maquinarias de Estado. Todo esto se encuentra a la base del espíritu expresionista, un espíritu que no pretende diagnosticar al todo social a partir de visiones panorámicas ni racionalmente estudiadas (pues justamente es contra este espíritu sistemático contra lo que se revela), sino más bien busca hacer manifiesta, por medio de una actitud exteriorizante —de un arte sobrecargado hasta el barroquismo y la violencia propia de la deformidad— aquella carga de dolor que comporta la interioridad del ser humano; un dolor producido por el constante enfrentamiento a fuerzas que lo exceden y que genera alteraciones y desviaciones espirituales y sensitivas, desviaciones que el expresionismo busca mostrar arraigadas en la propia corporalidad de los individuos y de las cosas para de este modo generar un grito desalentador que permita conocer por metonimia el marco global dentro del cual este sufrimiento se soporta.


Notas:
[1] Kant, I. "¿Qué es la Ilustración?", en Filosofía de la Historia, Ed. Fondo de cultura económica, p. 25.

La efectiva crisis de una racionalidad: acerca de dos filmes expresionistas, por Sergio Montecinos F. (parte II)

El Gabinete del Doctor Caligari (Das Gabinet des Dr. Kaligari 1919)
Situado en una atmósfera cuya belleza nos sorprende por lo amenazante y excesiva, podría considerarse a este filme como una verdadera colección de cuadros teatrales, unidos por una extraña temática central que, lejos de ser azarosa, resulta bastante alegórica si consideramos que el año de su estreno es inmediatamente posterior al término de la I guerra mundial —alegoría que claramente se encuentra trastornada por la inclusión de un prologo y un epílogo por parte del director Robert Wiene.
En una primera aproximación, el film relata la historia de un joven que, tras la muerte de su mejor amigo entre una serie de asesinatos acontecidos en su pueblo (que son profetizados por un sonámbulo cuya voluntad se encuentra sometida a las ordenes de un misterioso doctor que ha llegado recientemente a una feria de variedades con un numero de adivinaciones), decide indagar acerca de los orígenes de aquellos homicidios teniendo como principal sospechoso al misterioso doctor. Luego de haber intentado capturar a su novia, el sonámbulo es descubierto como el autor de las fechorías y logra ser capturado. Pero el doctor que lo comanda escapa hacia otro pueblo, y Francis, el protagonista, decide ir en su búsqueda hasta encontrarlo, pero esta vez ya no como aquel doctor que recorría ciudades montando un número, sino que como director del hospital psiquiátrico. Finalmente Caligari es desenmascarado tras leer su diario y descubrir que se ha obsesionado hasta la locura con tratar de comprobar sus teorías sobre la manipulación de la voluntad inspirado en un antiguo adivinador que ordenaba la voluntad de un sonámbulo para que éste cometiera macabros crímenes…
Descontados el prologo y el epílogo, El Gabinete del Doctor Caligari nos presenta una férrea crítica al comportamiento de las autoridades alemanas durante la guerra —además de una seria advertencia de los costos vitales y morales de la manipulación técnica por sobre la vida humana (Cesare es sometido a una intervención cuyos resultados se encuentran fuera de toda posible meditación de un científico enloquecido por su racional obsesión¿!)—, pues manifiesta cómo la autoridad bajo cuya responsabilidad y sabiduría se encuentra una vida humana, manipula su voluntad obligándola a recorrer caminos oscuros y abismales, exentos de toda humanidad, con el único fin de satisfacer las ansias de un poder enrarecido por la voluntad de dominación; la autoridad se muestra, desde aquí, como la locura en desenfreno —la racionalidad que ordena a la locura (director de un psiquiátrico, la ciencia) como la locura desmedida, entregada a sus ansias de dominación. Bajo este argumento, el protagonista del film es más bien Cesare, y sus agónicos pasos, así como su fantasmal mirada y la oscuridad de su ropaje, son el reflejo mismo de su condición de esclavo de fuerzas extrañas, que lo obligan a cometer una y otra vez actos cuya brutalidad sólo puede ser comparable al miedo que por él sienten sus víctimas, a la desesperación que expresan los gritos de la novia de Francis, un ser humano que, por causas tan lejanas a su voluntad, se encuentra enfrentado, contrapuesto a una fuerza maligna que, alguna vez, fue tan humana como la propia. La desenfrenada racionalidad del científico terminó por establecer un régimen fundado en la oscuridad y en la aversión del ser humano hacia su propia especie… ¿Qué sentido tiene, entonces, su saber? ¿Qué sentido tiene la perfecta organización de los estados soberanos si han de terminar sacrificando inútilmente a quienes deben proteger? El límite que separa la racionalidad de la locura se vuelve intangible, confuso hasta la sinonimia.
Sin embargo, y como anteriormente mencionamos, Wiene introdujo un doble añadido a la idea original de los guionistas (Mayer y Janowitz) pues en un comienzo del filme Francis, el protagonista, aparece narrando la trama como una historia que le aconteció en el pasado, en donde también estuvo involucrada su “novia”. Pero, por otro lado, desde el epílogo, los descubrimientos de la verdadera identidad de Caligari, así como toda la narración de Francis, se revelan como una alucinación producto de su locura, pues justamente el héroe-protagonista era parte del psiquiátrico en donde finalizaba su descabellada historia, y tanto su “novia” como el “sonámbulo” eran otros internos del recinto. Doctor Caligari, por su parte, era el director del psiquiátrico, pero su condición metal se encuentra, aparentemente, dentro de la normalidad (aunque este punto siempre queda como un sugerente espacio para la especulación). Quizás la incorporación del prologo y el epílogo pueda leerse como un gesto conservador en la medida en que, ciertamente, encubre la radicalidad con que se presentaba el contenido crítico en el guión original, pero intentamos buscar otra clave hermenéutica: podemos considerar al claustro psiquiátrico como un símbolo de la sociedad contemporánea en donde, producto del encierro y la carencia de medios para realizar actividades en donde cada individuo pueda realizar su potencialidad imaginativa (imposibilitados de objetivar su subjetividad, como bien plantean Hegel y Marx respecto del estatuto autentico del trabajo), cada uno de sus habitantes se encuentra inmerso en la locura. Lo que trataría de expresarse, desde este punto de vista, es que a pesar de la aparente normalidad de cada uno de los individuos que conforman la sociedad, su interioridad se encuentra profundamente alterada debido a su automatismo cotidiano; cada uno estaría refugiado en sus propios mundos —mundos donde poder manifestar sus deseos, anhelos y rencores—, y la comunicación entre semejantes semeja un dialogo de sordos —pues cada loco se encuentra encerrado en su interioridad, determinando al otro como parte de sus fantasías. La autoridad en este caso se limita a ser parte de este mundo enfermizo, se limita a administrar el estado de las cosas y, por lo tanto, se vuelve objeto de todos los imaginarios producidos en el recinto —Caligari se obsesiona con la locura de Francis al punto de parecer compartirla. Nuevamente el abismo que distancia al ordena racional con su antitesis se vuelven confusos, y el fenómeno de la alienación se muestra como el gran Doctor que manejas nuestras vidas sonámbulas en medio de una jaula mal dibujada.

La efectiva crisis de una racionalidad: acerca de dos filmes expresionistas, por Sergio Montecinos F. (parte III)

Metrópolis (1925-26)
Si en El Gabinete del Doctor Caligari la expresión es indisociable del argumento, si constituye el argumento mismo (la pintura, la vestimenta y los personajes nos expresan el contenido del film, la interioridad de los protagonistas y sus percepciones), podemos apreciar algo levemente distinto en el caso de Metrópolis. Quizás por el hecho de no contar con una trama tan equivoca como Caligari, en Metrópolis puede apreciarse cierta subordinación del espíritu expresionista a un mensaje determinado. En ese sentido, el hecho de que el filme de Fritz Lang posea un desenlace carente de una problemática (o más bien que soluciona las problemáticas expuestas) orienta todos los recursos estéticos y narrativos en su dirección: las gran variedad y diversidad de escenarios, el numero gigantesco de extras, y la enorme infraestructura empleada pareciesen estar destinados no a transmitir un cierto estado de la interioridad del individuo sino, más bien, a servir de ambientación para una historia que busca generar un amplio nivel de expectativa. El filme es realizado con algunos años de posterioridad respecto de Caligari y es probable que esta sea la causa de las diferencias que existentes tanto entre sus contextos como entre sus conflictos internos —a pesar de la profunda unidad de sus trasfondos. Han pasado los años y la reconstrucción de las ciudades devastadas por la guerra acontece con paso acelerado, el posicionamiento de la moderna tecnología industrial comienza a volverse el medio donde las sociedades continúan su desarrollo, y es este el contexto desde donde emerge el filme. Metrópolis expone la historia de Freder, hijo de un magnate dueño de una enorme y tecnológica ciudad del futuro. Todo comienza cuando arriba de la enorme construcción, donde se ubican los jardines destinados al esparcimiento de las clases privilegiadas, Freder acude al llamado de Maria, una hija de obreros que le enseña a sus pequeños hermanos con la intensión de que comprenda la abismante diferencia que separa a las clases existentes en Metrópolis. Luego de ello, Freder inicia un viaje hacia las profundidades de su ciudad, donde puede constatar e identificarse con las miserables condiciones a las cuales son sometidos los obreros que mantiene el funcionamiento de la ciudad, a la vez de construir el proyecto que su padre, John Fredersen, planea: una torre de Babel. Maria, quien orienta y estabiliza a los sufrientes obreros, lejos de incitarlos a una rebelión, para acabar con el proyecto de Fredersen y destruir la ciudad, los invita a contener su ira y resentimiento y aguardar con calma la llegada del corazón que servirá de mediador entre la fuerza productiva y los dueños de las fuerzas de producción. Sin embargo, tal llamado se ve frustrado cuando un siniestro científico crea diseña un autómata que comparte la misma apariencia que María con el objetivo de desvirtuar la bondad de su mensaje. El autómata incita a los obreros a la violencia y destrucción de la ciudad hasta el punto en que, sumidos en el completo desastre, los habitantes de Metrópolis vuelven a escuchar el mensaje de la verdadera María que aclama la llegada del mediador (Freder) que propagará la paz y reconciliador entre los obreros y los dueños de las fabricas en Metrópolis.
Uno de los puntos fundamentales de este filme —y ahí radica su semejanza con la problemática de Caligari— radica en que busca hacer visible el interior de una sociedad que se encuentra determinada por la técnica propia de capitalismo industrial; pues su problemática no se agota en el factum de la injusticia social, sino también, y más fundamentalmente, abarca la subordinación que ambas clases sociales tiene respecto al orden maquinico que se ha impuesto. Ninguna puede imponer su voluntad frente a las exigencias que el orden industrial les impone (en el colapso de la ciudad, por ejemplo, tanto obreros como John Fredersen sufren la posible pérdida de sus hijos debido a decisiones que, motivados por impulsos que los desbordan, han tomado), los obreros son presos de su trabajo y luego de su ira, el magnate de su codicia, ambición y crueldad. En este mismo sentido, el filme señala una interesante analogía entre la mente que diseña y comanda al autómata, el autómata que manipula la voluntad de los obreros y el todo social que es manipulado por las exigencias de la industria. El elemento en común de todos estos casos es la existencia de fuerzas externas que intervienen y capturan el destino de la humanidad, volviendo su existencia un universo frío y desolador. La racionalidad humana ha creado la técnica con el fin de que ésta fuese un útil para enriquecer su existencia, no obstante, se ha vuelto una razón instrumental que funciona al ritmo de engranajes y palancas, es decir, funciona para que la “gran maquina” jamás se detenga.
Quizás los poderes que el doctor Caligari tiene por sobre Cesare pueden analogarse a los poderes que la industria capitalista tiene sobre nuestras vidas; quizás sea la maquina aquel claustro psiquiátrico que determina nuestro automatismo y reprime nuestros deseos hasta su deformación. En cualquiera de los dos casos, la condición humana se revela profundamente conflictiva, plagada de contradicciones tanto interna como externas, arraigada en profundos miedos y dolores, victimas de un mundo o una manera de ser que ella misma ha diseñado.
Aunque en contextos y problemáticas que difieren entre sí, Caligari es un profundo e inquietante cuestionamiento sobre el poder, la técnica y la condición humana, Metrópolis, en cambio, corre el riesgo de una simple respuesta.

El gesto de las vanguardias: Dadá y la revolución del siglo XX, por Camilo Brodsky

“Il faut être absolument moderne”
Rimbaud

“Ser modernos es formar parte de un universo en el que,
como dijo Marx, ‘todo lo sólido se desvanece en el aire”
Marshall Berman

“Buscar una explicación a las vanguardias artísticas europeas investigando sólo (...) las mutaciones del gusto es una empresa condenada al fracaso”
Mario De Micheli

“Rumbbb...... Trrraprrrr rrach...... chaz”
César Vallejo


Cuando en 1916 Zurich asiste incrédulo al nacimiento del movimiento dadaísta, asiste a la vez a una originalísima forma de entender el mundo que se transformaría, con el tiempo, en signo del siglo que estaba naciendo.
Experiencia que integra y funda a un tiempo, Dadá vive y es expresión de la marejada vanguardista que envolvió a Europa en la primera mitad del siglo XX, y que sitúa en las primeras tres décadas del 1900 algunas de las más interesantes y potentes manifestaciones artístico-ideológicas europeas del siglo que se fue. Nacido en pleno desarrollo de la Primera Gran Guerra, el dadaísmo es producto del encuentro de una particular sensibilidad que halló en la Suiza neutral el campo ideal para su desenvolvimiento: llegados allí desde los más diversos rincones de Europa, Zurich se convirtió en la capital del antibelicismo intelectual y artístico, a la vez que en el refugio de disidentes y activistas políticos venidos de Rusia, Alemania y otros centros neurálgicos de la nueva etapa revolucionaria que estaba por abrirse en el viejo continente.

Pero entender cómo se fue gestando en ese Zurich del ’16 parte del sentido del siglo XX, es algo que involucra algo más que el lugar y el momento adecuado.
Para el crítico Mario De Micheli, el arte moderno “nació de una ruptura con los valores decimonónicos”[1], de un quiebre en “la unidad espiritual y cultural del siglo XIX. (...) y de la polémica, de la protesta y de la revuelta que estallaron en el interior de tal unidad nació el nuevo arte”[2]. Es decir, el fenómeno de las vanguardias se inscribe dentro de una suerte de ‘tradición de la ruptura’, la que en cierto sentido inaugura en la forma en que actualmente la conocemos, al dotar a esta ruptura de una radicalidad inédita hasta entonces, a no ser por antecedentes directos como Baudelaire o Rimbaud, los que sin embargo aún no le daban a esta radicalidad los niveles de organicidad y sentido político-programático que alcanzarían las vanguardias posteriormente.

Sin embargo, y más allá de la enorme significación no sólo de Dadá, sino del conjunto de las vanguardias artísticas en la construcción de un discurso inscrito en la ‘tradición de la ruptura’, nos interesa en primer lugar el ‘dónde’ se sitúan el ‘discurso’ y la ‘práctica’ dadaísta. Pregunta que, más allá de la retórica, apunta a situar este ‘discurso’ y esta ‘práctica’ en relación a la modernidad.

¿Es Dadá –y tal vez por extensión, el conjunto de las prácticas de avant garde- expresión de una modernidad tardía, un último grito de advertencia de la modernidad frente a la despersonalización y- paradójicamente- decolectivización que se nos venía encima? ¿O fue más bien un antecedente directo, una suerte de ‘cabeza de playa’ de lo que conocemos como posmodernidad?

El movimiento Dadá entra perfectamente en algunos de los parámetros planteados por Jameson para referirse a las representaciones de lo moderno, al exponer “(...) la posición social del viejo modernismo o, mejor dicho, el apasionado repudio del que fue objeto por parte de la antigua burguesía victoriana y posvictoriana, que percibió sus formas y su ethos alternativamente como repugnantes, disonantes, oscuros, escandalosos, inmorales, subversivos y, en general, ‘antisociales”[3]. Representación bastante sintonizada no sólo con cómo las esferas oficiales recibían las provocaciones del dadaísmo, sino que –y tal vez por ahí vaya la cosa- bastante cercana también al propio ‘espíritu de provocación’ que animaba al dadaísmo.
Y es tal vez en la contradicción que hay entre este espíritu y encontrar hoy las obras de Marcel Duchamp o Francis Picabia en espacios ‘consagrados’ del circuito cultural (museos, galerías), que podemos seguir la pista del ‘moderno’ dadaísmo, ya absorbido –cooptado incluso en su formalidad estética- por la ‘pluralidad’[4] posmoderna, y por “la canonización e institucionalización académica del movimiento modernista en general”[5], clave esta última en la que Jameson ve una de las razones de la emergencia del posmodernismo.
Desde esta perspectiva, no nos queda más que aceptar la enorme modernidad del gesto dadaísta, así como de su base programática –condensada en sus manifiestos-: la provocación como estrategia discursiva es, prácticamente, un ‘en sí’ de la modernidad, o al menos de la modernidad ‘tardía’ de principios del siglo XX.
Y sin embargo, el movimiento dadaísta participa también de una cierta ‘muerte’ de la razón, ‘muerte’ que implica también la supuesta ‘muerte del sujeto’, punto de partida del pensamiento posmoderno...

Hagamos un pequeño alto, para ver si podemos profundizar en los que serían los aspectos posmodernos –desde la óptica de Jameson- de la producción dadaísta. Haciendo referencia a los procesos de creciente “aceptación” e “integración” de los discursos –o formas- estéticas rupturistas desde la cultura oficial de la sociedad occidental, Jameson plantea que “lo que ha sucedido es que la producción estética actual se ha integrado en la producción de mercancías en general: la frenética urgencia económica de producir constantemente nuevas oleadas refrescantes de géneros de apariencia cada vez más novedosa (desde los vestidos hasta los aviones), con cifras de negocios siempre crecientes, asigna una posición y una función estructural cada vez más fundamental a la innovación y la experimentación estética”[6]. Y es en este último punto –el de la innovación y la experimentación- en el que encontramos, además, la voz de De Micheli, que suena como un eco ante la definición de Jameson: “Así pues, Dada es antiartístico, antiliterario y antipoético. Su voluntad de destrucción tiene un blanco preciso que es, en parte, el mismo blanco del expresionismo; pero sus medios son bastantes más radicales. Dada está contra la belleza eterna, contra la eternidad de los principios, contra las leyes de la lógica, contra la inmovilidad del pensamiento (...). Por tanto, en su rigor negativo también está contra el modernismo (...), acusándolos, en última instancia, de ser sucedáneo de cuanto ha sido destruido o está a punto de serlo, y de ser nuevos puntos de cristalización del espíritu, el cual nunca debe ser aprisionado en la camisa de fuerza de una regla, aunque sea nueva y distinta”[7].

¿Parte con Dadá lo que Jameson identifica como “una posición y una función estructural cada vez más fundamental (de) la innovación y la experimentación estética”? La pregunta es legítima sí, como parece cada vez más claro, instalamos a las vanguardias, y al dadaísmo en particular, en un escenario de transición hacia un nuevo paradigma, o hacia la desintegración de todo paradigma, si se prefiere. La práctica de Dadá, altamente iconoclasta, parece en ese sentido todo un adelanto de lo que más tarde cristalizaría en la posmodernidad. Como dice De Micheli, “lo que interesa a Dada es más el gesto que la obra; y el gesto se puede hacer en cualquier dirección de las costumbres, de la política, del arte y de las relaciones”[8], lo que parece completamente coherente –aunque no idéntico- a lo planteado por Jameson con respecto a los "Diamonds Dust Shoes" de Andy Warhol, en los que la ‘obra’ ha sido desplazada por el ‘gesto’ del fetiche, y donde el contenido ya no es referencial. Como dice Fredric Jameson, “No hay en este cuadro nada que suponga el más mínimo lugar para el espectador; un espectador que se enfrenta a él, al doblar una esquina del pasillo de un museo o de una galería, tan fortuitamente como a un objeto natural inexplicable”[9], situación que no deja de recordarnos los ‘objetos Dadá’ instalados en las paredes del Cabaret Voltaire, que resultaban difícilmente explicables al común de la gente.
Pero había ahí, sin embargo, un diálogo con el contexto. Un diálogo si se quiere incoherente, sustentado en la provocación y la interpelación, pero un diálogo al fin; diálogo que si bien no buscaba la comprensión de ‘obra’ en sí, exigía a grandes gritos el crédito del escándalo provocado por el ‘gesto’ en el espectador –el buen burgués, por lo general-. Y es que ahí donde las obras de Warhol exudan un impersonal individualismo en serie, el dadaísmo fue ante todo una negación, y por tanto una rebelión. Y la rebelión es, sin lugar a dudas, una de las piedras angulares de lo que nos hemos empeñado en rotular como ‘moderno’.

Dadá, al ser expresión de un ‘espacio estético’ transitivo, es producto de las contradicciones de este espacio, a las que –por si no fuera ya todo suficientemente confuso- se superponen las contradicciones propias de ‘lo moderno’: “los intelectuales radicales encuentran obstáculos radicales: sus ideas y movimientos corren peligro de desvanecerse en el mismo aire moderno que descompone el orden burgués que ellos luchan por superar”[10], apreciación de la que el dadaísmo, a pesar del constructo programático ‘negacionista’ que desarrolla, no parece escapar, pues debe adivinar su seguro fin en medio del convulso inicio del siglo XX, a pesar de su particularidad estética, que no hace más que operar, en definitiva, como una estrategia diferenciadora más. En ese sentido, vale la pena seguir a Berman cuando plantea que “los intelectuales deben reconocer las profundidades de su propia dependencia –dependencia tanto económica como espiritual- del mundo burgués que desprecian”, agregando que “jamás podremos superar esas contradicciones a menos que nos enfrentemos directa y abiertamente a ellas”[11], ejercicio que el dadaísmo, paradójicamente, no lleva a cabo a través del despliegue puramente estético y declamativo, sino que por medio de la acción política directa en tanto movimiento –como es el caso del núcleo dadaísta alemán[12]-, o a través de la intervención política posterior de sus miembros, que vuelcan sus energías hacia la actividad revolucionaria, una vez terminado el despliegue Dadá.

Para decirlo de otro modo, e intentando algún grado de síntesis, el desarrollo y muerte de Dadá es la historia ‘en pequeño’ de un tránsito que aún no sabemos si ha acabado; es una de las manifestaciones palpables de esos particulares momentos en que un paradigma comienza a transformarse –o derrumbarse, dependiendo de la óptica con que se mire-, para dar paso a una nueva forma de comprender y construir el mundo a partir de un nuevo paradigma. Y las contradicciones por las que pasó el dadaísmo –la búsqueda frenética de todas las vanguardias por encontrarse a sí mismas en la ‘tradición de la ruptura’- son las propias de un período de transición, que, como en un espejo visionario, ve reflejado en el arte el devenir de sus pasos futuros.
El absurdo, la negación, la provocación como estrategia, son la forma en que Dadá digirió –en la medida de sus limitaciones- ese tiempo en que “todo lo sólido se desvanece en el aire”.


notas
[1] De Micheli, Mario. Las vanguardias artísticas del siglo XX, Madrid: Alianza Editorial, 1998.
[2] Íd.
[3] Jameson, Fredric. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona: Ediciones Paidós, 1995.
[4] ‘Pluralidad’ que, por lo demás, sólo acepta ‘lo plural’. Es decir, una diversidad en lo que lo programáticamente ‘no-diverso’ –entendido como lógica confrontacional, ya sea entre clases, grupos de interés, propuestas estéticas, etc- es rechazado con un sospechoso hegemonismo ideológico altamente funcional a las lógicas sistémicas. Obviamente este es un tema que no se puede desarrollar en una nota al pie, pero no parece menor mencionarlo, aunque sea al pasar, dada la importancia que esta línea de pensamiento posee para entender algunos aspectos de nuestra cotidianeidad.
[5] Jameson, Fredric. Op. cit.
[6] Íd.
[7] De Micheli, Mario. Op. cit.
[8] Íd.
[9] Jameson, Fredric. Op. cit.
[10] Berman, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire, México: Siglo Veintiuno Editores, 1992.
[11] Íd.
[12] El caso de los dadaístas alemanes –a cuyo país se extendió rápidamente el movimiento nacido en Suiza- es realmente paradigmático de la relación que mantendría el movimiento con la política, pues casi la totalidad de los integrantes de Dadá en Alemania se sumaron a la Liga Espartaquista, participando activamente en los levantamientos que la Liga llevó a cabo en Colonia y Berlín. Incluso uno de sus miembros, el pintor, poeta y editor dadaísta Baargeld fundó el Partido Comunista de Renania. De otro lado, en Zurich, Hugo Ball dejaría definitivamente la actividad artística poco después de la Revolución de Octubre, para dedicarse casi exclusivamente a la política, camino que años más tarde también seguiría el ‘gran maestro’ de Dadá, Tristán Tzara, al convertirse en militante comunista.