septiembre 03, 2006

Las puntas de las cosas, por Martín Figueroa*

Hay algo que acecha y perturba en la poesía de Camilo Brodsky, la sensación de ser arrastrado, de ser traído de golpe a la realidad sin siquiera poder resistir. La realidad nos golpea de frente y con crudeza, indiferente, la sentimos en la cotidianidad y en el tedio de una vida ya cansada, una vida sin opción, de la que sólo cabría esperar quizá la calma de una “(...) vejez con filodendros”. Estos poemas nos conducen por un camino de desesperanza, un camino que hubiésemos preferido no tomar pero que de ningún modo habríamos podido evitar. No hay lugar aquí para creencias, para ningún acto de fe, sólo la magra certeza de conocer la realidad y saber que no hay otra opción que ella, que nada le escapa. Esta certeza de la realidad opera de un modo desacralizador, insistiendo que no hay nada que hacer, que no podemos aspirar a otra historia y que ésta “(...) nada tiene/en realidad/de excepcional.”. Incapaces entonces de crear nuestra propia historia y de inventar un nuevo mundo, no tenemos posibilidad de elección; los dados de nuestra suerte fueron lanzados y fuimos excluidos de esa tirada, no nos tocó parte en ese juego en el que de todos modos estamos involucrados.
Este desencanto que recorre la obra de Brodsky tiene también la forma de un testimonio. No es simplemente la experiencia de un individuo, sino que me parece es una experiencia de época, una experiencia generacional. Podemos agrupar algunos textos en torno a estos dos tipos de experiencia, la personal y la generacional.
Por una parte se trata en esa experiencia personal e intimista de la reflexión de un individuo sobre sí, un diálogo consigo mismo, un soliloquio, como se expone en el “Prolegómeno” que abre el texto y del que tomamos estos versos: “(…) todo era un “nunca más” que se iba a repetir/en todos los minutos de mi historia.”. Esa experiencia personal la encontramos también en los poemas “Puente de Brooklyn”, “En cualquier caso yo no he sido la perfecta casada ni el esmerado padre proveedor”, “Non plus ultra” y la serie de dos poemas “Bar las lanzas”.
Por otro lado esa experiencia personal es también una experiencia de época. Es ahí donde el tono de la obra adquiere casi la modalidad de un testimonio, de un registro o una crónica, que bien puede ser roja. En esta línea testimonial o del tipo crónica podemos agrupar poemas como “Alcalde”, “Las puntas de las cosas de este mundo”,“Están matando a un hombre allá afuera”, “En la punta de las cosas de este mundo” (i) y (ii), “Dandy” (i), (ii) y (iii),“Luciano”, “Crimen magenta”, “’80s” y la balada que es “El Evangelio según San Rodrigo”. Es allí donde coincide esta experiencia personal del hablante con una experiencia mucho más general, donde se captura lo que podríamos llamar, sino el espíritu de una época, sí el de una generación. La constatación de que el mundo del hablante coincide con el mundo de allá afuera, con el mundo real. El ejemplo más claro en esta línea lo constituye el ya mencionado poema que da título a la obra, “Las puntas de las cosas de este mundo”. En él encontramos el reflejo, o la radiografía histórica y cultural, literaria y política, de Chile; nuestra memoria derritiéndose en la gélida metáfora del iceberg que representó al país en la Expo Sevilla del ‘92:

“En la punta del iceberg que Chile expuso en Sevilla hace
/más de diez años se puede ver aún la bicicleta
en que recorrió Latinoamérica el grupo de estudiantes
/de la facultad de arquitectura
de la universidad católica de Valparaíso en los años sesenta

(…) se pueden ver aún los codos gastados
de Teillier en invierno con un resfriado de puta madre
/aguijoneándole los pulmones en la Unión Chica y de rebote
se puede ver a Esenin y Maiacovski en la punta de una
/Rusia que ya nunca más fue ni será Rusia
porque fue y será para siempre la Unión Soviética para
/todos los bolcheviques en remojo que pueblan el mundo”


Tal vez sin pretenderlo, el autor logra dar con una voz representativa de una determinada época. Ese me parece que es uno de sus mayores méritos, el poder representar a una generación que en cierto sentido ha perdido toda capacidad de representación, una generación post todo, que ha llegado tarde a todo, salvo a la desazón funesta de saber de antemano que todo está perdido y no hay vuelta atrás, que nada muy auspicioso podrás encontrar tras “la próxima página de tu vida.”. Pero esta desesperanza no se queda sólo en el desconsuelo: nada de nostalgia ni de melancolía, pues no se trata aquí de un lamento para que nos apiademos y compadezcamos del hablante y de aquello que señala; más bien hallamos en él un cierto conformismo, una cierta adecuación y resignación no exentas de humor y acaso una cruel ternura. Si no podemos escapar a la realidad podemos al menos reírnos de ella, reírnos de nosotros mismos, aún cuando ronde en el aire la sensación de que es la realidad la que se ríe de nosotros.
El humor aparece aquí como una vía de escape, aunque no haya mucho donde huir. Lo encontramos por ejemplo en poemas como “Cuarto de hora” –la espera de toda una vida que en veinte minutos tomados al azar se escurre a la sombra de un bar; “A su imagen y semejanza” –la conjetura acerca de cuál sería el destino de dios si fuese una rata y además negra; y “Corrector de pruebas” –los desesperados y exhibicionistas esfuerzos de un individuo que ofrece sus servicios en busca cualquier cosa a la que aferrarse. Si este humor no disuelve la realidad, al menos sirve de alivio, ofrece motivos a la mirada de este hablante que va capturando signos de un mundo en descomposición, la pintura de un mundo que se descascara y se va cayendo a pedazos: “Simplemente están matando a un hombre/y el farol relampaguea zumba tiembla y se apaga/lamentándose la falta/de mantención municipal.”.
Este humor me parece significativo, porque creo que puede dar cuenta del derrotero que sigue la labor poética de Brodsky. Ese humor me parece es un gesto vanguardista, y podríamos decir que ha sido abierto, al menos en Chile, por Parra; pero quizá su mejor exponente, o el más extremo, sea Rodrigo Lira. La poesía de Brodsky se ubica en la trinchera —aunque de un modo bastante particular y propio- de lo que quizá podríamos llamar, un poco pomposamente, una poesía deconstructiva, que pretende romper con las formas y temas clásicos de la poesía tradicional; una poesía llena de elementos extra-poéticos que dan cuenta de la realidad, elementos tomados de la cotidianidad o del uso diario, como los calzoncillos de aquel hombre que “están matando (…) allá afuera”, o la mirada fotográfica que captura en una sola imagen la decadencia del dandy que: “(…) cuando se agacha a recoger una colilla/se ve la raya de su culo en la frontera del bluyín”. Es ahí donde el trabajo de Brodsky se emparenta con esa tradición que tendría su punto de partida en Parra —aunque aquí no se vean mayores remisiones a él-, y que incluiría a poetas tan variados como Lihn, el ya mencionado Lira y Bertoni. Al hablar de estos antecedentes no se pretende, en ningún caso —lo que de todo punto de vista sería dudoso-, develar las fuentes de las que se alimenta esta poesía revelando las influencias que pudiera tener el poeta, sino más bien ofrecer un contexto o panorama poético en el que acaso cabría entender y leer esta obra.
Quiero por último rescatar unas palabras del colectivo literario Luther Blisset –hoy Wu Ming-, contenidas en el primer epígrafe de Las puntas de las cosas, porque me parece que ellas dan de un modo preciso el tono a la obra. Creo que siguiendo el hilo conductor de esas palabras podemos encontrar la notable coherencia del trabajo discursivo del autor. Toda la atmósfera del libro, a fin de cuentas, la encontramos contenida allí: “Habríamos tenido que hacer otras elecciones, hace mucho tiempo, y hoy es ya demasiado tarde.”.

*Texto leído por Martín Figueroa como presentación del libro Las puntas de las cosas, de Camilo Brodsky.