diciembre 20, 2005

La efectiva crisis de una racionalidad: acerca de dos filmes expresionistas, por Sergio Montecinos F. (parte I)

“Las zonas socialmente críticas de las obras de arte son aquellas que causan dolor, allí donde su expresión, históricamente determinada, hace que salga a luz la falsedad de un estado social. ”
Th. Adorno



Para poder percibir la densidad que comporta el espíritu expresionista (1905-1960) es necesario aproximarnos a lo que podríamos entender como los fundamentos de la realidad contra la cuál éste se revela, sólo en esta medida lograremos considerar a estos dos grandes filmes ya no simplemente como miembros importantes de una vanguardia (o incluso escuela) estética determinada, sino, más bien, como una especie de escritura infinita, en donde podemos leer, a través de diversas claves, uno de los grandes conflictos propios de la condición humana, a saber, la compleja relación entre poder, deseo y opresión.

Ideal moderno, sociedad y catástrofe
En uno de sus textos de “divulgación”, Kant considera que “la ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad (…) Esta incapacidad —aclara— es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia, sino de decisión y valor para servirse de ella sin la tutela de otro.”[1] La modernidad, desde esta máxima kantiana, puede ser considerada como aquella época en la que el ser humano busca la liberación de aquellas grandes cadenas que en épocas precedentes lo determinaban, es decir, de ordenes sociales cuyo fundamento se sostenía en un principio sacro-trascendente a las propias decisiones de una comunidad que, sin poder cuestionarlos, ciegamente obedecía. El protagonista de esta liberación es el principio racional de autonomía, la capacidad misma de la racionalidad de otorgarse su propia legislación y, por lo tanto, también de establecer un orden basado en sus principios de justicia, igualdad y libertad. En este sentido, podemos entender a la Modernidad como una época de racionalización no sólo del individuo como partícula inconexa, sino también como una época en donde tanto las instituciones que ligaban a las sociedades, como también la naturaleza en donde habitaban, eran sometidas a una legislación racional. Esta confianza en la racionalización del planeta tierra, del individuo y de sus instituciones políticas forjó en la humanidad una visión progresista del sentido de la historia; tanto el movimiento de los individuos en particular como el de los estados en general avanzaban hacia el cumplimiento de los grandes ideales de la razón: la reconciliación del genero humano con sí mismo y con su medio. Por otro lado, esta fe en el progreso de la humanidad —esta confianza en que el desarrollo de la racionalidad llevaría a las instituciones establecer regimenes pacíficos y justos— se vio tanto más asegurada cuanto mayor eran los avances de la racionalidad científica en terrenos como la salud, la técnica, la economía o la industria; en este sentido, podemos advertir cómo la segunda revolución industrial (1870-1914) tuvo una enorme significación simbólica —y no sólo simbólica— para el fortalecimiento de este imaginario… pero en ocasiones el ensueño se desvanece cuando todo el elemento simbólico tropieza con lo real. Ni el orden de la razón ni su ideología del progreso resultaron lo suficientemente efectivos para enceguecer a un sector de la humanidad que veía en el desarrollo industrial (y sus síntomas reprimidos como la denigración de la condición humana propia del automatismo) no un elemento que presagiaba las bondades de un orden uniformante en vísperas de la consumación de su desarrollo histórico sino, más bien, una siniestra maquina que agotaba toda reserva de reflexividad y encaminaba a los miembros de la humanidad hacia la contraposición tanto entre semejantes como entre individuos con su sí mismo. Esta conflictiva contraposición entre la voluntad humana y un orden maquínico que la trasciende (a pesar de haber sido su propio producto) tiene su primer gran estallido en el desastre de la primera guerra mundial (1914-1918), en donde millares de seres humanos fueron obligados a enfrentarse con sus semejantes por una serie de ineptitudes, ambiciones y orgullos diplomáticos provenientes de las racionales maquinarias de Estado. Todo esto se encuentra a la base del espíritu expresionista, un espíritu que no pretende diagnosticar al todo social a partir de visiones panorámicas ni racionalmente estudiadas (pues justamente es contra este espíritu sistemático contra lo que se revela), sino más bien busca hacer manifiesta, por medio de una actitud exteriorizante —de un arte sobrecargado hasta el barroquismo y la violencia propia de la deformidad— aquella carga de dolor que comporta la interioridad del ser humano; un dolor producido por el constante enfrentamiento a fuerzas que lo exceden y que genera alteraciones y desviaciones espirituales y sensitivas, desviaciones que el expresionismo busca mostrar arraigadas en la propia corporalidad de los individuos y de las cosas para de este modo generar un grito desalentador que permita conocer por metonimia el marco global dentro del cual este sufrimiento se soporta.


Notas:
[1] Kant, I. "¿Qué es la Ilustración?", en Filosofía de la Historia, Ed. Fondo de cultura económica, p. 25.

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