diciembre 20, 2005

La efectiva crisis de una racionalidad: acerca de dos filmes expresionistas, por Sergio Montecinos F. (parte III)

Metrópolis (1925-26)
Si en El Gabinete del Doctor Caligari la expresión es indisociable del argumento, si constituye el argumento mismo (la pintura, la vestimenta y los personajes nos expresan el contenido del film, la interioridad de los protagonistas y sus percepciones), podemos apreciar algo levemente distinto en el caso de Metrópolis. Quizás por el hecho de no contar con una trama tan equivoca como Caligari, en Metrópolis puede apreciarse cierta subordinación del espíritu expresionista a un mensaje determinado. En ese sentido, el hecho de que el filme de Fritz Lang posea un desenlace carente de una problemática (o más bien que soluciona las problemáticas expuestas) orienta todos los recursos estéticos y narrativos en su dirección: las gran variedad y diversidad de escenarios, el numero gigantesco de extras, y la enorme infraestructura empleada pareciesen estar destinados no a transmitir un cierto estado de la interioridad del individuo sino, más bien, a servir de ambientación para una historia que busca generar un amplio nivel de expectativa. El filme es realizado con algunos años de posterioridad respecto de Caligari y es probable que esta sea la causa de las diferencias que existentes tanto entre sus contextos como entre sus conflictos internos —a pesar de la profunda unidad de sus trasfondos. Han pasado los años y la reconstrucción de las ciudades devastadas por la guerra acontece con paso acelerado, el posicionamiento de la moderna tecnología industrial comienza a volverse el medio donde las sociedades continúan su desarrollo, y es este el contexto desde donde emerge el filme. Metrópolis expone la historia de Freder, hijo de un magnate dueño de una enorme y tecnológica ciudad del futuro. Todo comienza cuando arriba de la enorme construcción, donde se ubican los jardines destinados al esparcimiento de las clases privilegiadas, Freder acude al llamado de Maria, una hija de obreros que le enseña a sus pequeños hermanos con la intensión de que comprenda la abismante diferencia que separa a las clases existentes en Metrópolis. Luego de ello, Freder inicia un viaje hacia las profundidades de su ciudad, donde puede constatar e identificarse con las miserables condiciones a las cuales son sometidos los obreros que mantiene el funcionamiento de la ciudad, a la vez de construir el proyecto que su padre, John Fredersen, planea: una torre de Babel. Maria, quien orienta y estabiliza a los sufrientes obreros, lejos de incitarlos a una rebelión, para acabar con el proyecto de Fredersen y destruir la ciudad, los invita a contener su ira y resentimiento y aguardar con calma la llegada del corazón que servirá de mediador entre la fuerza productiva y los dueños de las fuerzas de producción. Sin embargo, tal llamado se ve frustrado cuando un siniestro científico crea diseña un autómata que comparte la misma apariencia que María con el objetivo de desvirtuar la bondad de su mensaje. El autómata incita a los obreros a la violencia y destrucción de la ciudad hasta el punto en que, sumidos en el completo desastre, los habitantes de Metrópolis vuelven a escuchar el mensaje de la verdadera María que aclama la llegada del mediador (Freder) que propagará la paz y reconciliador entre los obreros y los dueños de las fabricas en Metrópolis.
Uno de los puntos fundamentales de este filme —y ahí radica su semejanza con la problemática de Caligari— radica en que busca hacer visible el interior de una sociedad que se encuentra determinada por la técnica propia de capitalismo industrial; pues su problemática no se agota en el factum de la injusticia social, sino también, y más fundamentalmente, abarca la subordinación que ambas clases sociales tiene respecto al orden maquinico que se ha impuesto. Ninguna puede imponer su voluntad frente a las exigencias que el orden industrial les impone (en el colapso de la ciudad, por ejemplo, tanto obreros como John Fredersen sufren la posible pérdida de sus hijos debido a decisiones que, motivados por impulsos que los desbordan, han tomado), los obreros son presos de su trabajo y luego de su ira, el magnate de su codicia, ambición y crueldad. En este mismo sentido, el filme señala una interesante analogía entre la mente que diseña y comanda al autómata, el autómata que manipula la voluntad de los obreros y el todo social que es manipulado por las exigencias de la industria. El elemento en común de todos estos casos es la existencia de fuerzas externas que intervienen y capturan el destino de la humanidad, volviendo su existencia un universo frío y desolador. La racionalidad humana ha creado la técnica con el fin de que ésta fuese un útil para enriquecer su existencia, no obstante, se ha vuelto una razón instrumental que funciona al ritmo de engranajes y palancas, es decir, funciona para que la “gran maquina” jamás se detenga.
Quizás los poderes que el doctor Caligari tiene por sobre Cesare pueden analogarse a los poderes que la industria capitalista tiene sobre nuestras vidas; quizás sea la maquina aquel claustro psiquiátrico que determina nuestro automatismo y reprime nuestros deseos hasta su deformación. En cualquiera de los dos casos, la condición humana se revela profundamente conflictiva, plagada de contradicciones tanto interna como externas, arraigada en profundos miedos y dolores, victimas de un mundo o una manera de ser que ella misma ha diseñado.
Aunque en contextos y problemáticas que difieren entre sí, Caligari es un profundo e inquietante cuestionamiento sobre el poder, la técnica y la condición humana, Metrópolis, en cambio, corre el riesgo de una simple respuesta.

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