diciembre 20, 2005

A propósito de una lectura de Borges, por Martín Figueroa (parte III)

II

“Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.”
J. L. Borges

Nos queda todavía por dilucidar el significado de los dos regalos anteriores, el espejo y la máscara. La recompensa al primer poema es un espejo de plata; la imagen del espejo es uno de los temas favoritos de Borges, y tiene relación con el doble, con el desdoblarse, esto es con la reproducción del lenguaje. Por otra parte el espejo es metáfora de la memoria. Tendremos que leer en los regalos del rey la respuesta y el comentario sobre las obras del poeta. A través del espejo —que bien podría representar la memoria del poeta— vemos reflejada la imagen del poeta; fácilmente podemos hacernos una idea de nuestro personaje: es un escritor joven e inexperto aún, al que las ganas y el ansia le juegan malas pasadas y lo hacen tropezar en una verborrea de excesos retóricos, como notamos al comienzo del relato, cuando el poeta acepta el reto:

“Durante doce inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla.”

Antes leímos a partir del comentario del rey, ahora nos toca aventurarnos en la arbitrariedad de la metáfora, no preguntándonos qué ha querido decir con ellas el autor, sino qué pueden decirnos a nosotros. Con la ayuda del espejo podemos llevar a cabo una fisonomía literaria o mental del personaje, aunque esto ya lo hicimos con el comentario del rey; leeremos en la metáfora de los regalos su significado en relación con la obra que comenta. En el espejo el poeta puede verse como sujeto literario, puede desdoblarse en lector de sí mismo, lo que implica reconocer la influencia de los autores que ha leído. El espejo es entonces metáfora de la memoria del poeta, de la memoria del poeta en tanto lector. En esta primera oda el poeta ha repetido, por olvido o admiración, imágenes y metáforas que ya habían sido creadas; él las reproduce como si le pertenecieran, como si él mismo las hubiese inventado. El rey se da cuenta de ello, pero lejos de reprochárselo lo toma como un mérito, como un logro. Esto puede estar relacionado con un efecto de “memoria falsa”[1], que hace que lo leído caiga en el olvido. Escribir es de algún modo olvidar aquello que se ha leído, pues escritura y lectura se entrelazan, produciendo una doble captación que hace remitir la una a la otra; se escribe porque se ha leído, pero para seguir leyendo debemos olvidar lo leído, es en la lectura donde mejor notamos la efectividad de la capacidad de olvido de la que habla Nietzsche en la Genealogía de la moral. El olvido es una fuerza inercial que archiva, digiere y almacena la información, en este caso la lectura; si el escritor es como piensan Borges y Nietzsche antes que todo lector, no resultará extraño que a la hora de la escritura repita despreocupada o inconscientemente aquello que ha leído.
Aparte del espejo que da al poeta, el rey da la orden para que treinta escribas transcriban doce veces la obra. Esto nos parece un juego, un divertimento, que hace recordar a la cábala en el modo de asociar el significado de la obra en concordancia con una cifra numérica. Las 360 copias de la obra representan la circunferencia, la perfección, la divinidad. Pero lo que quisiéramos recalcar es la presencia del escriba. Nada más preciso que este dato para comprobar que estamos frente a una época antigua. El escriba es un personaje que pertenece a una época pasada, es un personaje extinto, pues pertenece a los comienzos de la escritura, cuando esta es relegada a un lugar secundario. La aparición de tal personaje en el contexto de esta fábula nos habla de una época en que la escritura, pensada en su sentido más pobre, como simple inscripción, es algo degradado. El escriba no es un escritor sino un mero copista, un artesano que domina cierta tekné, pero que en ningún caso es independiente.
El segundo regalo como sabemos es una máscara de oro. La máscara tiene como fin ocultar el rostro, tras ella se oculta la procedencia, la identidad. La máscara es la posibilidad de ser otro. Lo que permite que el poeta se desvíe de una tradición con la que antes se identificaba, le permite ir más allá de sí mismo y encontrarse con “lo otro”. La máscara representa aquí la metáfora que designa un segundo momento en el que se produce este desvío, el autor pretende ahora con su texto diferenciarse, tomar distancia de aquella tradición de la que participaba. Se trata ahora del devenir-otro de la escritura; lo importante no es sólo que el poeta rompa con una tradición, lo verdaderamente significativo es que rompe consigo mismo, esto es consigo como autor y por tanto con su propia obra. El poeta marca aquí un tránsito en el que se dirige por un nuevo camino que se aleja de lo establecido, su obra es ahora una exploración, es una búsqueda de algo todavía insospechado, incierto, ya que la suerte de una obra y su autor dependen tan sólo del paso del tiempo. El relato es ahora un viaje. La máscara representa lo desconocido, la novedad. Al menos así podemos leerlo en otra de sus ficciones que aquí nos resultará de particular interés. Pero dejémosla para más adelante. Digamos por último que la máscara bien puede ser la posibilidad de elegir una voz desde la cual se habla, se escribe, la máscara representa en cierto sentido el “color local”, tan presente en la literatura, es la posibilidad de un ser otro del que la escritura se alimenta y se reproduce. La máscara le permite a la escritura ir hacia lo otro, o hallar lo otro dentro de sí mismo. La máscara, una metáfora para referir la alteridad que en una nueva época recorre a la escritura.
Por otro lado resulta interesante observar lo que quizás sea un presunto origen de la máscara: la Grecia antigua y la tradición teatral. No olvidemos que el actor (hipócrita) se vale de una máscara para realizar su interpretación; la máscara es el elemento que dentro de la representación lleva a engaño, si se puede decir así, pues el efecto que produce es el ser la apariencia de algo. Inevitablemente la máscara cabe en el juego de la representación, del teatro.
Esta vez la orden del rey ya no es reproducir la obra, sino por el contrario mantener oculta dentro de un cofre de marfil la única copia. La razón de ese acto es que la obra no es para todos, sino para unos pocos: “No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos”. (Lo que aquí queremos afirmar es que esto es consecuencia de una profesionalización de la escritura que se produce en la época moderna. Esta profesionalización ha producido cambios al interior mismo del concepto de escritura, se trata de una evolución que nos conduce entre otras cosas al nacimiento de la literatura. Cuando hablamos de un cambio en el concepto de escritura queremos dar cuenta de la reelaboración de dicho concepto, es esta reelaboración del concepto lo que denominamos la profesionalización de la escritura.)
Nos queda por interpretar el último y más significativo de los regalos, la daga. ¿Qué otra cosa que la muerte puede representarnos una daga? ¿Tal vez una pluma? Nuestra lectura se ha desplegado a través de esta relación entre escritura y muerte. O más bien hemos estado escribiendo a partir de la muerte. Lo que nos proponemos resulta evidente: la última obra el poeta la escribe sobre sí mismo. Darse muerte es escribir su propia historia, su devenir, su destino, o también escribirse a sí mismo por medio de la muerte. Esta es la clave: morir para entrar en la inmortalidad. Para volverse inmortal, un autor tiene que sobrevivir a su propia muerte, tiene que contar su muerte, escribiéndola sobre su propio cuerpo. Aquí no hay voz sólo un hecho que ocurre, que se cuenta o se escribe a sí mismo en el libro de la Historia. El mundo y la historia del mundo que se escriben en el Libro de los acontecimientos. El universo como libro que registra todo lo que ha sucedido, sucede y sucederá, nos topamos con otro de los temas recurrentes en Borges.

III

Lo que este trabajo ha hecho ha sido dar cuenta de la evolución de la poesía a través de las tres entregas que el poeta le hace al rey. En la primera, la poesía es concebida en su relación con la tradición existente; se trata de repetir temas, imágenes y metáforas ya ocupadas. El poeta sigue siendo con su obra parte de una tradición con la cual se siente identificado y a la cual permanece fiel. En este caso se trata de la poesía como continuidad, como repetición de lo ya dicho; lo que aquí afirmamos es que esa obra –o el modo de concebir la creación poética o literaria- pertenece a una época pre-moderna de la literatura. En esta etapa no se intenta innovar en el lenguaje, pues se produce una cierta comodidad o complicidad con él. Más bien se trata de perseverar en ciertos modos, en ciertas formas ya probadas, como por ejemplo la reelaboración de un mito o de una historia original. La escritura con la que nos encontramos está cargada de imágenes y referencias a otras obras. En la voz del autor podemos reconocer las voces de los autores que le preceden y que conforman su tradición, su familia literaria. Todas estas voces que un autor ha leído y que admira confluyen en su propia voz, la constituyen. La paráfrasis, el escribir “al modo de” es un elemento muy frecuente en esta época.
No es para nada casual, cuando hablamos de una época pre-moderna, que el poema que le es presentado al rey, el poeta no lo lea, sino que lo repite en voz alta y de memoria. No debemos olvidar que en sus comienzos la poesía ha debido ser parte de una tradición popular y oral. La primera poesía es narrada, va de boca en boca y de oído en oído; conexión de una sola voz con muchos oídos. La poesía de esta época es como el mito o la fábula, un acontecimiento que forma parte de la vida cotidiana. La lectura en esta época no se ha consolidado.
Con la segunda entrega se produce un quiebre. Esta vez no aparece la tradición; ahora la relación con ella es conflictiva, se trata de negarla, de superarla y ocultarla. El autor de esta época no pretende serle fiel, lo que le interesa es romper sus lazos con ella. Tomar esta distancia implica tomar distancia de lo establecido, en este caso preciso significa un tomar distancia con respecto a un lenguaje “oficial”; lo que marca el tránsito de una época a otra. El indicio más claro de la profesionalización de la escritura es esa ruptura con lo establecido, el desvío en este caso es violento, pues se ha producido un corte. Si en una época antigua la escritura era obra del azar y la inspiración, si el lenguaje era –como en Homero- un don de los dioses a los mortales para que éstos canten sus desdichas, en la modernidad, de manera radical, el autor se hace cargo de su destino[2].
Notas:
[1] Para lo relacionado con este efecto de “memoria falsa” producido por la lectura, remito al texto de Carlos Pérez V. “El eterno retorno de Homero”. Este texto en todo caso hace referencia a un texto de Ricardo Piglia de donde es tomada esta idea de la “memoria falsa”. Este efecto de la “memoria falsa” es para Piglia un efecto provocado por la lectura. El autor reproduce o repite lo leído.
[2] Cf. J.L. Borges, “Flaubert y su destino ejemplar”, en "Discusión", Obras Completas, T. I. EMECÉ Editores, 1996.

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