El gesto de las vanguardias: Dadá y la revolución del siglo XX, por Camilo Brodsky
“Il faut être absolument moderne”
Rimbaud
“Ser modernos es formar parte de un universo en el que,
como dijo Marx, ‘todo lo sólido se desvanece en el aire”
Marshall Berman
“Buscar una explicación a las vanguardias artísticas europeas investigando sólo (...) las mutaciones del gusto es una empresa condenada al fracaso”
Mario De Micheli
“Rumbbb...... Trrraprrrr rrach...... chaz”
César Vallejo
Cuando en 1916 Zurich asiste incrédulo al nacimiento del movimiento dadaísta, asiste a la vez a una originalísima forma de entender el mundo que se transformaría, con el tiempo, en signo del siglo que estaba naciendo.
Experiencia que integra y funda a un tiempo, Dadá vive y es expresión de la marejada vanguardista que envolvió a Europa en la primera mitad del siglo XX, y que sitúa en las primeras tres décadas del 1900 algunas de las más interesantes y potentes manifestaciones artístico-ideológicas europeas del siglo que se fue. Nacido en pleno desarrollo de la Primera Gran Guerra, el dadaísmo es producto del encuentro de una particular sensibilidad que halló en la Suiza neutral el campo ideal para su desenvolvimiento: llegados allí desde los más diversos rincones de Europa, Zurich se convirtió en la capital del antibelicismo intelectual y artístico, a la vez que en el refugio de disidentes y activistas políticos venidos de Rusia, Alemania y otros centros neurálgicos de la nueva etapa revolucionaria que estaba por abrirse en el viejo continente.
Pero entender cómo se fue gestando en ese Zurich del ’16 parte del sentido del siglo XX, es algo que involucra algo más que el lugar y el momento adecuado.
Para el crítico Mario De Micheli, el arte moderno “nació de una ruptura con los valores decimonónicos”[1], de un quiebre en “la unidad espiritual y cultural del siglo XIX. (...) y de la polémica, de la protesta y de la revuelta que estallaron en el interior de tal unidad nació el nuevo arte”[2]. Es decir, el fenómeno de las vanguardias se inscribe dentro de una suerte de ‘tradición de la ruptura’, la que en cierto sentido inaugura en la forma en que actualmente la conocemos, al dotar a esta ruptura de una radicalidad inédita hasta entonces, a no ser por antecedentes directos como Baudelaire o Rimbaud, los que sin embargo aún no le daban a esta radicalidad los niveles de organicidad y sentido político-programático que alcanzarían las vanguardias posteriormente.
Sin embargo, y más allá de la enorme significación no sólo de Dadá, sino del conjunto de las vanguardias artísticas en la construcción de un discurso inscrito en la ‘tradición de la ruptura’, nos interesa en primer lugar el ‘dónde’ se sitúan el ‘discurso’ y la ‘práctica’ dadaísta. Pregunta que, más allá de la retórica, apunta a situar este ‘discurso’ y esta ‘práctica’ en relación a la modernidad.
¿Es Dadá –y tal vez por extensión, el conjunto de las prácticas de avant garde- expresión de una modernidad tardía, un último grito de advertencia de la modernidad frente a la despersonalización y- paradójicamente- decolectivización que se nos venía encima? ¿O fue más bien un antecedente directo, una suerte de ‘cabeza de playa’ de lo que conocemos como posmodernidad?
El movimiento Dadá entra perfectamente en algunos de los parámetros planteados por Jameson para referirse a las representaciones de lo moderno, al exponer “(...) la posición social del viejo modernismo o, mejor dicho, el apasionado repudio del que fue objeto por parte de la antigua burguesía victoriana y posvictoriana, que percibió sus formas y su ethos alternativamente como repugnantes, disonantes, oscuros, escandalosos, inmorales, subversivos y, en general, ‘antisociales”[3]. Representación bastante sintonizada no sólo con cómo las esferas oficiales recibían las provocaciones del dadaísmo, sino que –y tal vez por ahí vaya la cosa- bastante cercana también al propio ‘espíritu de provocación’ que animaba al dadaísmo.
Y es tal vez en la contradicción que hay entre este espíritu y encontrar hoy las obras de Marcel Duchamp o Francis Picabia en espacios ‘consagrados’ del circuito cultural (museos, galerías), que podemos seguir la pista del ‘moderno’ dadaísmo, ya absorbido –cooptado incluso en su formalidad estética- por la ‘pluralidad’[4] posmoderna, y por “la canonización e institucionalización académica del movimiento modernista en general”[5], clave esta última en la que Jameson ve una de las razones de la emergencia del posmodernismo.
Desde esta perspectiva, no nos queda más que aceptar la enorme modernidad del gesto dadaísta, así como de su base programática –condensada en sus manifiestos-: la provocación como estrategia discursiva es, prácticamente, un ‘en sí’ de la modernidad, o al menos de la modernidad ‘tardía’ de principios del siglo XX.
Y sin embargo, el movimiento dadaísta participa también de una cierta ‘muerte’ de la razón, ‘muerte’ que implica también la supuesta ‘muerte del sujeto’, punto de partida del pensamiento posmoderno...
Hagamos un pequeño alto, para ver si podemos profundizar en los que serían los aspectos posmodernos –desde la óptica de Jameson- de la producción dadaísta. Haciendo referencia a los procesos de creciente “aceptación” e “integración” de los discursos –o formas- estéticas rupturistas desde la cultura oficial de la sociedad occidental, Jameson plantea que “lo que ha sucedido es que la producción estética actual se ha integrado en la producción de mercancías en general: la frenética urgencia económica de producir constantemente nuevas oleadas refrescantes de géneros de apariencia cada vez más novedosa (desde los vestidos hasta los aviones), con cifras de negocios siempre crecientes, asigna una posición y una función estructural cada vez más fundamental a la innovación y la experimentación estética”[6]. Y es en este último punto –el de la innovación y la experimentación- en el que encontramos, además, la voz de De Micheli, que suena como un eco ante la definición de Jameson: “Así pues, Dada es antiartístico, antiliterario y antipoético. Su voluntad de destrucción tiene un blanco preciso que es, en parte, el mismo blanco del expresionismo; pero sus medios son bastantes más radicales. Dada está contra la belleza eterna, contra la eternidad de los principios, contra las leyes de la lógica, contra la inmovilidad del pensamiento (...). Por tanto, en su rigor negativo también está contra el modernismo (...), acusándolos, en última instancia, de ser sucedáneo de cuanto ha sido destruido o está a punto de serlo, y de ser nuevos puntos de cristalización del espíritu, el cual nunca debe ser aprisionado en la camisa de fuerza de una regla, aunque sea nueva y distinta”[7].
¿Parte con Dadá lo que Jameson identifica como “una posición y una función estructural cada vez más fundamental (de) la innovación y la experimentación estética”? La pregunta es legítima sí, como parece cada vez más claro, instalamos a las vanguardias, y al dadaísmo en particular, en un escenario de transición hacia un nuevo paradigma, o hacia la desintegración de todo paradigma, si se prefiere. La práctica de Dadá, altamente iconoclasta, parece en ese sentido todo un adelanto de lo que más tarde cristalizaría en la posmodernidad. Como dice De Micheli, “lo que interesa a Dada es más el gesto que la obra; y el gesto se puede hacer en cualquier dirección de las costumbres, de la política, del arte y de las relaciones”[8], lo que parece completamente coherente –aunque no idéntico- a lo planteado por Jameson con respecto a los "Diamonds Dust Shoes" de Andy Warhol, en los que la ‘obra’ ha sido desplazada por el ‘gesto’ del fetiche, y donde el contenido ya no es referencial. Como dice Fredric Jameson, “No hay en este cuadro nada que suponga el más mínimo lugar para el espectador; un espectador que se enfrenta a él, al doblar una esquina del pasillo de un museo o de una galería, tan fortuitamente como a un objeto natural inexplicable”[9], situación que no deja de recordarnos los ‘objetos Dadá’ instalados en las paredes del Cabaret Voltaire, que resultaban difícilmente explicables al común de la gente.
Pero había ahí, sin embargo, un diálogo con el contexto. Un diálogo si se quiere incoherente, sustentado en la provocación y la interpelación, pero un diálogo al fin; diálogo que si bien no buscaba la comprensión de ‘obra’ en sí, exigía a grandes gritos el crédito del escándalo provocado por el ‘gesto’ en el espectador –el buen burgués, por lo general-. Y es que ahí donde las obras de Warhol exudan un impersonal individualismo en serie, el dadaísmo fue ante todo una negación, y por tanto una rebelión. Y la rebelión es, sin lugar a dudas, una de las piedras angulares de lo que nos hemos empeñado en rotular como ‘moderno’.
Dadá, al ser expresión de un ‘espacio estético’ transitivo, es producto de las contradicciones de este espacio, a las que –por si no fuera ya todo suficientemente confuso- se superponen las contradicciones propias de ‘lo moderno’: “los intelectuales radicales encuentran obstáculos radicales: sus ideas y movimientos corren peligro de desvanecerse en el mismo aire moderno que descompone el orden burgués que ellos luchan por superar”[10], apreciación de la que el dadaísmo, a pesar del constructo programático ‘negacionista’ que desarrolla, no parece escapar, pues debe adivinar su seguro fin en medio del convulso inicio del siglo XX, a pesar de su particularidad estética, que no hace más que operar, en definitiva, como una estrategia diferenciadora más. En ese sentido, vale la pena seguir a Berman cuando plantea que “los intelectuales deben reconocer las profundidades de su propia dependencia –dependencia tanto económica como espiritual- del mundo burgués que desprecian”, agregando que “jamás podremos superar esas contradicciones a menos que nos enfrentemos directa y abiertamente a ellas”[11], ejercicio que el dadaísmo, paradójicamente, no lleva a cabo a través del despliegue puramente estético y declamativo, sino que por medio de la acción política directa en tanto movimiento –como es el caso del núcleo dadaísta alemán[12]-, o a través de la intervención política posterior de sus miembros, que vuelcan sus energías hacia la actividad revolucionaria, una vez terminado el despliegue Dadá.
Para decirlo de otro modo, e intentando algún grado de síntesis, el desarrollo y muerte de Dadá es la historia ‘en pequeño’ de un tránsito que aún no sabemos si ha acabado; es una de las manifestaciones palpables de esos particulares momentos en que un paradigma comienza a transformarse –o derrumbarse, dependiendo de la óptica con que se mire-, para dar paso a una nueva forma de comprender y construir el mundo a partir de un nuevo paradigma. Y las contradicciones por las que pasó el dadaísmo –la búsqueda frenética de todas las vanguardias por encontrarse a sí mismas en la ‘tradición de la ruptura’- son las propias de un período de transición, que, como en un espejo visionario, ve reflejado en el arte el devenir de sus pasos futuros.
El absurdo, la negación, la provocación como estrategia, son la forma en que Dadá digirió –en la medida de sus limitaciones- ese tiempo en que “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
notas
[1] De Micheli, Mario. Las vanguardias artísticas del siglo XX, Madrid: Alianza Editorial, 1998.
[2] Íd.
[3] Jameson, Fredric. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona: Ediciones Paidós, 1995.
[4] ‘Pluralidad’ que, por lo demás, sólo acepta ‘lo plural’. Es decir, una diversidad en lo que lo programáticamente ‘no-diverso’ –entendido como lógica confrontacional, ya sea entre clases, grupos de interés, propuestas estéticas, etc- es rechazado con un sospechoso hegemonismo ideológico altamente funcional a las lógicas sistémicas. Obviamente este es un tema que no se puede desarrollar en una nota al pie, pero no parece menor mencionarlo, aunque sea al pasar, dada la importancia que esta línea de pensamiento posee para entender algunos aspectos de nuestra cotidianeidad.
[5] Jameson, Fredric. Op. cit.
[6] Íd.
[7] De Micheli, Mario. Op. cit.
[8] Íd.
[9] Jameson, Fredric. Op. cit.
[10] Berman, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire, México: Siglo Veintiuno Editores, 1992.
[11] Íd.
[12] El caso de los dadaístas alemanes –a cuyo país se extendió rápidamente el movimiento nacido en Suiza- es realmente paradigmático de la relación que mantendría el movimiento con la política, pues casi la totalidad de los integrantes de Dadá en Alemania se sumaron a la Liga Espartaquista, participando activamente en los levantamientos que la Liga llevó a cabo en Colonia y Berlín. Incluso uno de sus miembros, el pintor, poeta y editor dadaísta Baargeld fundó el Partido Comunista de Renania. De otro lado, en Zurich, Hugo Ball dejaría definitivamente la actividad artística poco después de la Revolución de Octubre, para dedicarse casi exclusivamente a la política, camino que años más tarde también seguiría el ‘gran maestro’ de Dadá, Tristán Tzara, al convertirse en militante comunista.
Rimbaud
“Ser modernos es formar parte de un universo en el que,
como dijo Marx, ‘todo lo sólido se desvanece en el aire”
Marshall Berman
“Buscar una explicación a las vanguardias artísticas europeas investigando sólo (...) las mutaciones del gusto es una empresa condenada al fracaso”
Mario De Micheli
“Rumbbb...... Trrraprrrr rrach...... chaz”
César Vallejo
Cuando en 1916 Zurich asiste incrédulo al nacimiento del movimiento dadaísta, asiste a la vez a una originalísima forma de entender el mundo que se transformaría, con el tiempo, en signo del siglo que estaba naciendo.
Experiencia que integra y funda a un tiempo, Dadá vive y es expresión de la marejada vanguardista que envolvió a Europa en la primera mitad del siglo XX, y que sitúa en las primeras tres décadas del 1900 algunas de las más interesantes y potentes manifestaciones artístico-ideológicas europeas del siglo que se fue. Nacido en pleno desarrollo de la Primera Gran Guerra, el dadaísmo es producto del encuentro de una particular sensibilidad que halló en la Suiza neutral el campo ideal para su desenvolvimiento: llegados allí desde los más diversos rincones de Europa, Zurich se convirtió en la capital del antibelicismo intelectual y artístico, a la vez que en el refugio de disidentes y activistas políticos venidos de Rusia, Alemania y otros centros neurálgicos de la nueva etapa revolucionaria que estaba por abrirse en el viejo continente.
Pero entender cómo se fue gestando en ese Zurich del ’16 parte del sentido del siglo XX, es algo que involucra algo más que el lugar y el momento adecuado.
Para el crítico Mario De Micheli, el arte moderno “nació de una ruptura con los valores decimonónicos”[1], de un quiebre en “la unidad espiritual y cultural del siglo XIX. (...) y de la polémica, de la protesta y de la revuelta que estallaron en el interior de tal unidad nació el nuevo arte”[2]. Es decir, el fenómeno de las vanguardias se inscribe dentro de una suerte de ‘tradición de la ruptura’, la que en cierto sentido inaugura en la forma en que actualmente la conocemos, al dotar a esta ruptura de una radicalidad inédita hasta entonces, a no ser por antecedentes directos como Baudelaire o Rimbaud, los que sin embargo aún no le daban a esta radicalidad los niveles de organicidad y sentido político-programático que alcanzarían las vanguardias posteriormente.
Sin embargo, y más allá de la enorme significación no sólo de Dadá, sino del conjunto de las vanguardias artísticas en la construcción de un discurso inscrito en la ‘tradición de la ruptura’, nos interesa en primer lugar el ‘dónde’ se sitúan el ‘discurso’ y la ‘práctica’ dadaísta. Pregunta que, más allá de la retórica, apunta a situar este ‘discurso’ y esta ‘práctica’ en relación a la modernidad.
¿Es Dadá –y tal vez por extensión, el conjunto de las prácticas de avant garde- expresión de una modernidad tardía, un último grito de advertencia de la modernidad frente a la despersonalización y- paradójicamente- decolectivización que se nos venía encima? ¿O fue más bien un antecedente directo, una suerte de ‘cabeza de playa’ de lo que conocemos como posmodernidad?
El movimiento Dadá entra perfectamente en algunos de los parámetros planteados por Jameson para referirse a las representaciones de lo moderno, al exponer “(...) la posición social del viejo modernismo o, mejor dicho, el apasionado repudio del que fue objeto por parte de la antigua burguesía victoriana y posvictoriana, que percibió sus formas y su ethos alternativamente como repugnantes, disonantes, oscuros, escandalosos, inmorales, subversivos y, en general, ‘antisociales”[3]. Representación bastante sintonizada no sólo con cómo las esferas oficiales recibían las provocaciones del dadaísmo, sino que –y tal vez por ahí vaya la cosa- bastante cercana también al propio ‘espíritu de provocación’ que animaba al dadaísmo.
Y es tal vez en la contradicción que hay entre este espíritu y encontrar hoy las obras de Marcel Duchamp o Francis Picabia en espacios ‘consagrados’ del circuito cultural (museos, galerías), que podemos seguir la pista del ‘moderno’ dadaísmo, ya absorbido –cooptado incluso en su formalidad estética- por la ‘pluralidad’[4] posmoderna, y por “la canonización e institucionalización académica del movimiento modernista en general”[5], clave esta última en la que Jameson ve una de las razones de la emergencia del posmodernismo.
Desde esta perspectiva, no nos queda más que aceptar la enorme modernidad del gesto dadaísta, así como de su base programática –condensada en sus manifiestos-: la provocación como estrategia discursiva es, prácticamente, un ‘en sí’ de la modernidad, o al menos de la modernidad ‘tardía’ de principios del siglo XX.
Y sin embargo, el movimiento dadaísta participa también de una cierta ‘muerte’ de la razón, ‘muerte’ que implica también la supuesta ‘muerte del sujeto’, punto de partida del pensamiento posmoderno...
Hagamos un pequeño alto, para ver si podemos profundizar en los que serían los aspectos posmodernos –desde la óptica de Jameson- de la producción dadaísta. Haciendo referencia a los procesos de creciente “aceptación” e “integración” de los discursos –o formas- estéticas rupturistas desde la cultura oficial de la sociedad occidental, Jameson plantea que “lo que ha sucedido es que la producción estética actual se ha integrado en la producción de mercancías en general: la frenética urgencia económica de producir constantemente nuevas oleadas refrescantes de géneros de apariencia cada vez más novedosa (desde los vestidos hasta los aviones), con cifras de negocios siempre crecientes, asigna una posición y una función estructural cada vez más fundamental a la innovación y la experimentación estética”[6]. Y es en este último punto –el de la innovación y la experimentación- en el que encontramos, además, la voz de De Micheli, que suena como un eco ante la definición de Jameson: “Así pues, Dada es antiartístico, antiliterario y antipoético. Su voluntad de destrucción tiene un blanco preciso que es, en parte, el mismo blanco del expresionismo; pero sus medios son bastantes más radicales. Dada está contra la belleza eterna, contra la eternidad de los principios, contra las leyes de la lógica, contra la inmovilidad del pensamiento (...). Por tanto, en su rigor negativo también está contra el modernismo (...), acusándolos, en última instancia, de ser sucedáneo de cuanto ha sido destruido o está a punto de serlo, y de ser nuevos puntos de cristalización del espíritu, el cual nunca debe ser aprisionado en la camisa de fuerza de una regla, aunque sea nueva y distinta”[7].
¿Parte con Dadá lo que Jameson identifica como “una posición y una función estructural cada vez más fundamental (de) la innovación y la experimentación estética”? La pregunta es legítima sí, como parece cada vez más claro, instalamos a las vanguardias, y al dadaísmo en particular, en un escenario de transición hacia un nuevo paradigma, o hacia la desintegración de todo paradigma, si se prefiere. La práctica de Dadá, altamente iconoclasta, parece en ese sentido todo un adelanto de lo que más tarde cristalizaría en la posmodernidad. Como dice De Micheli, “lo que interesa a Dada es más el gesto que la obra; y el gesto se puede hacer en cualquier dirección de las costumbres, de la política, del arte y de las relaciones”[8], lo que parece completamente coherente –aunque no idéntico- a lo planteado por Jameson con respecto a los "Diamonds Dust Shoes" de Andy Warhol, en los que la ‘obra’ ha sido desplazada por el ‘gesto’ del fetiche, y donde el contenido ya no es referencial. Como dice Fredric Jameson, “No hay en este cuadro nada que suponga el más mínimo lugar para el espectador; un espectador que se enfrenta a él, al doblar una esquina del pasillo de un museo o de una galería, tan fortuitamente como a un objeto natural inexplicable”[9], situación que no deja de recordarnos los ‘objetos Dadá’ instalados en las paredes del Cabaret Voltaire, que resultaban difícilmente explicables al común de la gente.
Pero había ahí, sin embargo, un diálogo con el contexto. Un diálogo si se quiere incoherente, sustentado en la provocación y la interpelación, pero un diálogo al fin; diálogo que si bien no buscaba la comprensión de ‘obra’ en sí, exigía a grandes gritos el crédito del escándalo provocado por el ‘gesto’ en el espectador –el buen burgués, por lo general-. Y es que ahí donde las obras de Warhol exudan un impersonal individualismo en serie, el dadaísmo fue ante todo una negación, y por tanto una rebelión. Y la rebelión es, sin lugar a dudas, una de las piedras angulares de lo que nos hemos empeñado en rotular como ‘moderno’.
Dadá, al ser expresión de un ‘espacio estético’ transitivo, es producto de las contradicciones de este espacio, a las que –por si no fuera ya todo suficientemente confuso- se superponen las contradicciones propias de ‘lo moderno’: “los intelectuales radicales encuentran obstáculos radicales: sus ideas y movimientos corren peligro de desvanecerse en el mismo aire moderno que descompone el orden burgués que ellos luchan por superar”[10], apreciación de la que el dadaísmo, a pesar del constructo programático ‘negacionista’ que desarrolla, no parece escapar, pues debe adivinar su seguro fin en medio del convulso inicio del siglo XX, a pesar de su particularidad estética, que no hace más que operar, en definitiva, como una estrategia diferenciadora más. En ese sentido, vale la pena seguir a Berman cuando plantea que “los intelectuales deben reconocer las profundidades de su propia dependencia –dependencia tanto económica como espiritual- del mundo burgués que desprecian”, agregando que “jamás podremos superar esas contradicciones a menos que nos enfrentemos directa y abiertamente a ellas”[11], ejercicio que el dadaísmo, paradójicamente, no lleva a cabo a través del despliegue puramente estético y declamativo, sino que por medio de la acción política directa en tanto movimiento –como es el caso del núcleo dadaísta alemán[12]-, o a través de la intervención política posterior de sus miembros, que vuelcan sus energías hacia la actividad revolucionaria, una vez terminado el despliegue Dadá.
Para decirlo de otro modo, e intentando algún grado de síntesis, el desarrollo y muerte de Dadá es la historia ‘en pequeño’ de un tránsito que aún no sabemos si ha acabado; es una de las manifestaciones palpables de esos particulares momentos en que un paradigma comienza a transformarse –o derrumbarse, dependiendo de la óptica con que se mire-, para dar paso a una nueva forma de comprender y construir el mundo a partir de un nuevo paradigma. Y las contradicciones por las que pasó el dadaísmo –la búsqueda frenética de todas las vanguardias por encontrarse a sí mismas en la ‘tradición de la ruptura’- son las propias de un período de transición, que, como en un espejo visionario, ve reflejado en el arte el devenir de sus pasos futuros.
El absurdo, la negación, la provocación como estrategia, son la forma en que Dadá digirió –en la medida de sus limitaciones- ese tiempo en que “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
notas
[1] De Micheli, Mario. Las vanguardias artísticas del siglo XX, Madrid: Alianza Editorial, 1998.
[2] Íd.
[3] Jameson, Fredric. El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona: Ediciones Paidós, 1995.
[4] ‘Pluralidad’ que, por lo demás, sólo acepta ‘lo plural’. Es decir, una diversidad en lo que lo programáticamente ‘no-diverso’ –entendido como lógica confrontacional, ya sea entre clases, grupos de interés, propuestas estéticas, etc- es rechazado con un sospechoso hegemonismo ideológico altamente funcional a las lógicas sistémicas. Obviamente este es un tema que no se puede desarrollar en una nota al pie, pero no parece menor mencionarlo, aunque sea al pasar, dada la importancia que esta línea de pensamiento posee para entender algunos aspectos de nuestra cotidianeidad.
[5] Jameson, Fredric. Op. cit.
[6] Íd.
[7] De Micheli, Mario. Op. cit.
[8] Íd.
[9] Jameson, Fredric. Op. cit.
[10] Berman, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire, México: Siglo Veintiuno Editores, 1992.
[11] Íd.
[12] El caso de los dadaístas alemanes –a cuyo país se extendió rápidamente el movimiento nacido en Suiza- es realmente paradigmático de la relación que mantendría el movimiento con la política, pues casi la totalidad de los integrantes de Dadá en Alemania se sumaron a la Liga Espartaquista, participando activamente en los levantamientos que la Liga llevó a cabo en Colonia y Berlín. Incluso uno de sus miembros, el pintor, poeta y editor dadaísta Baargeld fundó el Partido Comunista de Renania. De otro lado, en Zurich, Hugo Ball dejaría definitivamente la actividad artística poco después de la Revolución de Octubre, para dedicarse casi exclusivamente a la política, camino que años más tarde también seguiría el ‘gran maestro’ de Dadá, Tristán Tzara, al convertirse en militante comunista.
1 cartas al director:
Disfruto de ver ideas variadas en internet y por eso trato de conocer la forma de pensar de diversas personas que contribuyen con la filosofía y demás relatos. Tambien me gusta la matematica y por eso trato de combinar todas mis pasiones y por eso estoy estudiando mucho trigonometría
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